Gonzalo Fernández (Dossieres EsF, nº 26,
verano de 2017)
El proyecto civilizatorio
construido en torno al capitalismo atraviesa una profunda crisis que pone de
manifiesto no solo las crecientes dificultades del sistema para
autorreproducirse, sino también la ofensiva que éste desarrolla contra la vida,
cuya sostenibilidad corre serio peligro. Partiendo de este conflicto
capital-vida, proliferan tanto las agendas emancipadoras que pretenden defender
la reproducción ampliada de la vida como aquéllas que se centran en salvar y
redefinir el capitalismo en este momento crítico, aunque ello nos conduzca al
abismo social y al colapso ecológico. Si queremos evitar este fatal desenlace,
es preciso conocer estas apuestas pro-capital y sus perspectivas de futuro, con
el ánimo de adelantarse a las mismas y hacerlas descarrilar desde lógicas
alternativas.
Éste es precisamente el
objetivo del presente artículo: conocer qué diferentes propuestas disputan hoy
en día la defensa de los valores civilizatorios hegemónicos del crecimiento
ilimitado, la primacía de los mercados, la reproducción ampliada del capital y
la agudización de las asimetrías de clase, género y raza/etnia. Destacamos en
este sentido la confrontación actual entre quienes abogan por el avance de un
mercado universal autorregulado desde una supuesta perspectiva progresista, por
un lado, y quienes aspiran desde claves más extremas a capturar, en un contexto
de profunda crisis, la máxima ganancia posible para los capitales nacionales
propios bajo la premisa de guerra económica y geopolítica entre bloques
regionales, por el otro.
Sea una u otra la agenda que
se imponga —o incluso la más que probable síntesis de ambas—, las perspectivas
parecen consolidar una versión del modelo global todavía más antidemocrática,
excluyente y violenta. Concluiremos el artículo señalando cuáles pudieran ser,
en nuestra opinión, las claves que definen la nueva versión del viejo proyecto
civilizatorio de la modernidad capitalista, en el que el poder corporativo
tejido alrededor de las grandes empresas transnacionales cobra un gran protagonismo.
El conflicto capital-vida se
agudiza, pero también la disputa entre capitales
Atravesamos momentos de gran
incertidumbre sistémica, cuyo origen reside básicamente en dos grandes nudos a
los que el sistema vigente parece no encontrar respuesta.
Por un lado, el capitalismo
evidencia serias limitaciones para iniciar una nueva fase expansiva de
crecimiento económico, que genere un círculo virtuoso de productividad,
rentabilidad, inversión, empleo y consumo. En este sentido, la propia OCDE
pronostica un lánguido desempeño económico global hasta 2060, lo que
refuerza la idea de que cada vez es más complicado reproducir el flujo del
ingente excedente generado por un sistema financiarizado, sobrecomplejizado y
desregulado, además en un marco de austeridad y grandes desigualdades
estructurales. En este contexto, se visualizan con mayor nitidez las
contradicciones de un sistema incapaz de poner en marcha una revolución
tecnológica con potencialidad para impulsar un círculo virtuoso como el antes
citado. Si la apuesta es, en este sentido, la automatización y la robótica, no
hay seguridad alguna de que ésta tenga una incidencia generalizada sobre la
productividad del conjunto del tejido económico global. Incluso existen serias
dudas sobre si el hipotético saldo de empleos de este proceso sería negativo y
no positivo, destruyendo más empleo que el que se pudiera crear, tal y como
señala la UNCTAD.
En todo caso, más allá del debate sobre si el capitalismo es capaz de
reinventarse de nuevo en un contexto de profundas limitaciones, sí que podemos
afirmar tajantemente que este afronta grandes dificultades en el corto, medio y
largo plazo, lo que nos aboca a décadas de fuerte inestabilidad.
Pero, por otro lado, a los
problemas del sistema económico para reproducirse se les une un segundo
elemento generador de incertidumbre, que no es sino el gravísimo colapso
ecológico en ciernes. Se trata, en palabras de Tanuro, de una catástrofe
silenciosa provocada por el cambio climático y por el agotamiento de las
tres fuentes de energía fósil sobre las que se ha asentado el patrón de
desarrollo desde la segunda guerra mundial: el petróleo, el gas y el carbón. Si
el petróleo ya ha alcanzado su pico, el carbón y el gas lo harán en las
próximas décadas, tratándose de recursos —sobre todo, el petróleo— imposibles
de ser sustituidos por otros, renovables o no, debido a una capacidad de
transporte, almacenamiento, múltiples usos y alta densidad energética sin
igual. Por tanto, nos enfrentamos, sí o sí, a una reducción de la base material
sobre la que opera nuestra sociedad global y, en consecuencia, a una profunda
transformación de las fórmulas hegemónicas de producción, consumo y
organización social.
Vinculando ambos procesos
—límites del capitalismo y colapso ecológico—, se explicita la gravedad del
momento presente, ya que la hipotética superación del primero de los procesos
no haría sino ahondar la catástrofe ecológica, mientras que enfrentar de manera
taxativa el segundo exigiría descentrar el capital y los mercados como valores
hegemónicos y, por tanto, trascender completamente el modelo civilizatorio
articulado en torno al capitalismo. El piso se nos mueve a todos y todas y, lo
queramos o no, grandes cambios se avecinan, en uno u otro sentido. Asistimos,
por tanto, a una fase histórica especialmente crítica, marcada por la crisis
del capital y por el conflicto de éste con la vida misma, dando lugar a un
recrudecimiento de la disputa de agendas y sujetos. Y no hablamos solo de la
confrontación de quienes defienden la vida frente al atolladero al que nos
conduce el capital, sino también entre los que pretenden mantener el statu
quo capitalista, pero desde parámetros diferentes a los hasta ahora
hegemónicos.
Surge en este sentido una
nueva versión capitalista nítidamente reaccionaria, que Trump abandera pero en
la que se inscriben fenómenos como el auge de la extrema derecha en Europa, el
Brexit o Putin, por poner solo algunos ejemplos. Esta nueva propuesta política
en boga se reproduce ante la creciente deslegitimación de la hasta ahora agenda
hegemónica del capital, que denominamos capitalismo universalista. Este
se ha sustentado sobre dos pilares fundamentales: en primer lugar, la apuesta
por un mercado único global y autorregulado —o al menos conformado por grandes
bloques económicos que colaboran entre sí, a través de pactos entre diferentes
capitales, encarnados en tratados y acuerdos multilaterales—, que garantice el
comercio y la seguridad de las inversiones a nivel planetario; en segundo
término, un modelo de gobernanza política sustentado sobre un relato de
democracia formal, respeto a los derechos humanos y defensa de la diversidad y
la multiculturalidad, edificado sobre una estructura multilateral a tal efecto.
Para garantizar este mercado
de proyección universal se apuesta principalmente por tratados y acuerdos
regionales y globales de comercio e inversión. Estos pretenden conformar una
nueva gobernanza corporativa, que institucionalice nuevas estructuras de
convergencia reguladora entre regiones —para armonizar a la baja en protección
social y ambiental—, y que acabe de implantar una lex mercatoria
sostenida sobre tribunales privados de arbitraje, en los que las corporaciones
tienen la capacidad de denunciar a las instituciones públicas si éstas amenazan
sus beneficios. Como hemos señalado previamente, este proyecto sufre hoy en día
un creciente descrédito, evidenciándose que el valor fuerte del capitalismo
universalista —el mercado autorregulado— es incompatible con el segundo
—democracia y derechos—, que se convierte en pura retórica, tal y como muestra
esta ofensiva contra el poder legislativo y judicial. Se constata así la
primacía del capital sin caretas democráticas e inclusivas, condenando a las
grandes mayorías populares al desempleo, la precariedad, la exclusión y, en
definitiva, a múltiples y diversas fórmulas de dominación. Así, un proyecto retóricamente
universalista, progresista y pacifista, en su pretensión de desarraigar la
dimensión económica del resto de variables sociales, políticas y culturales a
partir de la constitución de un mercado global autorregulado, acaba explotando
a la vasta y diversa clase trabajadora y amputando los mínimos resortes
democráticos en el altar de dicho mercado. Karl Polanyi, en su certero análisis
realizado hace ocho décadas, ya alertó sobre estos intentos de desarraigo,
situando en el patrón oro y en el impulso universalista del capital la génesis
de las guerras mundiales y los fascismos que asolaron la primera mitad del
siglo XX.
Pero esta deslegitimación del
capitalismo universalista, como antes hemos especificado, no es solo evidente
para las propuestas emancipadoras en defensa de la vida. También lo es para
quienes abogan por una redefinición del statu quo. Estos constatan, por
un lado, cómo este modelo universalista ha roto los consensos o pactos
nacionales entre capital y trabajo en base a diferentes formulaciones del
Estado del Bienestar —fundamentalmente en el Norte Global, que es donde éstas
se permitieron, y que han sido base de cierta estabilidad social y política—,
sin ofrecer alternativa alguna a las lógicas de deslocalización,
terciarización, desinversión interna, desempleo y precariedad vinculadas a la
globalización neoliberal. Y, por otra parte, consideran que la delegación de
soberanía nacional a órganos supraestatales, propia de la lógica de los
acuerdos y tratados regionales y globales, impide el desarrollo de políticas
autónomas y constriñe las capacidades económicas de los capitales propios, al
obligar a pactar con los foráneos desde un prisma multilateral, cediendo así
necesariamente poder en un momento en el que la tarta no da para todos.
Por tanto, no todos los
capitales tienen expectativas positivas en el modelo de capitalismo
universalista, ni posibilidad de sustento político y social que garantice su
sostenibilidad. Debido a ello, algunos de ellos —sobre todo los que tienen su
matriz en el Norte Global, y que acumulan por tanto un notable poder de
negociación—, apuestan por ampliar su trozo de tarta frente a otros,
transitando del universalismo a la guerra económica. Se plantea así la
posibilidad de impulsar un relato y una agenda que prime la defensa de los
capitales nacionales frente al capital en general; que limite el costo de la
apuesta global en su retórica multilateral; que integre en su base política no
solo al capital nacional, sino también a parte de la clase trabajadora ávida de
recuperar inversión y empleo y que ha sido despreciada por las élites
beneficiadas por la globalización; que, finalmente, confronte aun retóricamente
con dichas élites desde una ofensiva contra su imaginario liberal y progresista
(derechos y libertades fundamentales, igualdad de oportunidades, diversidad
sexual, protección del medio ambiente…), situando el debate político en una
guerra entre pobres, contra lo otro, centrado especialmente en la
migración como fenómeno directamente vinculado a la globalización y sus
efectos.
Cuál de estas dos versiones
del capitalismo —universalista o de guerra económica— se impondrá en esta
disputa en ciernes, nadie lo sabe. En todo caso, la deslegitimación de la
apuesta universalista, por un lado, y los estrechos límites que el capital
impone a las propuestas de corte populista de derechas que pongan en
cuestionamiento la globalización y el modelo pergeñado en las últimas décadas,
por el otro, nos llevan a la conclusión de que seguramente la agenda hegemónica
será un híbrido de ambas, configurando un modelo de capitalismo más salvaje,
dictatorial, excluyente y violento. Veamos a continuación cuáles pudieran ser
sus características principales.
Perspectivas del capitalismo
que se nos viene encima
La agenda de síntesis que
parece prefigurarse en un contexto de crisis de reproducción del sistema semeja
a la respuesta de un león herido. Así, a pesar de que se ven cada vez más las
grietas por las que brota su sangre, sigue siendo tremendamente peligroso y
acumula la fuerza suficiente para conducirnos a la humanidad y al planeta en su
conjunto al abismo. Un león herido que, en esta situación, minimiza su retórica
sobre democracia, derechos e inclusividad —sacrificados para tratar de salvar
al capital—, mientras que posiciona y justifica fundamentalismos, exclusiones y
asimetrías como ofrendas necesarias para dicho sacrificio. Bajo esta premisa,
exponemos brevemente cuáles podrían ser, en nuestra opinión, algunas de las
claves que darían forma a esta nueva versión de capitalismo para las próximas
décadas:
1.
El poder corporativo,
protagonista de la ofensiva final para mercantilizar la vida. Nunca antes las grandes empresas habían atesorado tanta fuerza como
durante la globalización neoliberal, configurando una agenda y una estructura
cultural y política al servicio de su poderío económico —hoy en día 69 de las
100 mayores entidades del mundo son empresas y solo 31 Estados —. Este
ingente poder las sitúa como premisa de todo proceso político, protagonistas y
principales beneficiarias de la apuesta por la reproducción incesante del
capital. Para ello, abogan, como respuesta a la crisis, por ahondar en la
mercantilización definitiva de toda forma de vida y sector, incidiendo
especialmente en la contratación pública, los servicios, las economías
campesinas, etc., convirtiendo a nuestros cuerpos precarizados —especialmente
los de las mujeres—, en pistas de aterrizaje de su estrategia. De esta manera
el poder corporativo —que trasciende a las propias empresas, conformando una
amplia red de Estados y organismos multilaterales cómplices—, trata de abarcar
el espectro completo de nuestras vidas, proyectándose en el marco de una
sociedad empresarial, privatizada, centralizada y concentrada en términos de
poder —como muestran las fusiones recientes de las seis grandes empresas de la
agroindustria
—.
2.
La lex mercatoria
como base de una gobernanza corporativa que pone en jaque la democracia. El poder corporativo vehiculiza su pretensión de avanzar en la
mercantilización de la vida a través de la imposición de una lex mercatoria
en defensa de la seguridad de la inversión y el comercio, situada por encima
del marco internacional de derechos y de la soberanía nacional y popular. La
nueva oleada de tratados (TTIP, TISA, CETA, etc.) se enmarca en esta lógica,
que debe entenderse como una agresión contra la capacidad institucional de
regulación frente a toda traba al comercio y a la inversión, posicionando en
ese sentido un nuevo modelo de gobernanza corporativa que genera una
institucionalidad conformada, como ya hemos dicho previamente, en base a la
convergencia reguladora y a los tribunales privados de arbitraje. De esta
manera la democracia —ya de por sí mínima— molesta, y sufre una ofensiva
definitiva, instaurando una arquitectura de la impunidad para las
grandes empresas, en la que coinciden tanto el capitalismo universalista como
el de guerra económica, ya que ambos solo cuestionan quién y cómo negocian los
acuerdos, no la existencia ni el contenido de los mismos.
3.
La tensión geopolítica y
por los recursos escasos se incrementa. La
crisis capitalista y la sensación de que la tarta económica no crece —e incluso
se agota en términos energéticos— abona el terreno para una agudización de la
confrontación entre bloques por el puesto de hegemón, así como por los escasos
recursos fundamentales para la vida. Parece entonces que asistiremos a un
recrudecimiento de la disputa entre bloques económicos y sus capitales,
liderados por las grandes empresas (EE UU, UE y China), de consecuencias
imprevisibles, incluso en términos militares. A su vez, asistiremos a una
ampliación de los conflictos generados por la situación climática y energética,
acompañados posiblemente de una pretensión de acaparamiento de dichos recursos
escasos —energía, agua, tierra, etc.— incluso en su versión renovable, bajo el
paraguas del capitalismo verde.
4.
Una economía
estructuralmente sobrecomplejizada, financiarizada y especulativa. Debido a las escasas expectativas de crecimiento económico generalizado
en base a una nueva onda larga expansiva, es más que probable que se mantenga e
incluso ahonde la tendencia actual de búsqueda de reproducción del capital por
la vía financiera. Así, mientras no se sienten las bases que permitan
incrementos generalizados en la productividad y en la tasa de ganancia, la
crucial cuestión del endeudamiento público y privado seguirá siendo un aspecto
de especial relevancia, mientras que las señas de identidad de la
financiarización se seguirán trasladando al conjunto del modelo económico. Por
tanto, cortoplacismo, ingobernabilidad, lucro y especulación serán conceptos
que definan el escenario también en el futuro próximo, incidiendo posiblemente
en el incremento de la inestabilidad estructural y de las asimetrías sociales.
La apuesta de Trump de derogar los tímidos controles financieros establecidos
por Obama tras el crash de 2008, así como el contenido de las negociaciones del
TISA, parecen abundar en este sentido.
5.
Un modelo de sociedad
global más abiertamente excluyente y violenta. La
apuesta por el capital frente a la vida en un momento de crisis tiene como
corolario la agudización de la matriz excluyente del proyecto civilizatorio en
base a la clase, el género y la raza/etnia. De esta manera, el capitalismo
heteropatriarcal y colonial se priva progresivamente de toda retórica,
mostrando lógicas de fascismo social, en las que se establece un régimen de
relaciones de poder extremadamente desiguales que concede a la parte más fuerte
un poder de veto sobre la vida y el sustento de la parte más débil. Pareciera
por tanto que el relato de la ciudadanía con derechos y de la igualdad pierde
valor, y la agenda hegemónica nos ofrece en toda su crudeza su génesis
excluyente y violenta, alentando la guerra entre pobres —para ocultar la
responsabilidad del poder corporativo— así como desatando la violencia machista,
de odio, empresarial y geopolítica de todo tipo.
Éste parece ser el capitalismo
que se perfila en este siglo XXI, en un contexto de crisis sistémica y
civilizatoria: un modelo pirómano que parece querer apagar el fuego con
más madera, dirigido por un poder corporativo que atenta contra la democracia y
contra la sostenibilidad de la vida para tratar de mantener el flujo del
capital, para lo cual no duda en recrudecer la exclusión y la violencia.
Por lo tanto, desmantelar el
poder corporativo, poniendo freno a los nuevos tratados regionales y globales;
defender los territorios y los bienes comunes, tanto públicos como
comunitarios; desmontar el sistema financiero desregulado y sobrecomplejizado;
enfrentar la exclusión y violencia de todo tipo; así como abanderar la
democracia como valor fundamental, entre otras cuestiones, son prioridades
estratégicas para cualquier agenda alternativa que pretenda avanzar en defensa
de la vida y del bien común.