Introducción
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Oba transgénico |
Casi veinte años de cultivos
transgénicos ¿Qué nos han dado? Al contrario
de lo que prometían las empresas, la realidad de los cultivos transgénicos,
basada en las estadísticas oficiales de Estados Unidos –el mayor productor de
cultivos transgénicos a nivel global– muestran que éstos han tenido menor
productividad por hectárea que las semillas que ya estaban en el mercado, pero han
significado un aumento exponencial en el uso de agrotóxicos. (Benbrook, 2012;
Gurian-Sherman, 2009).
Esto se tradujo además en fuertes impactos
negativos tanto en salud pública[1] como en el
medio ambiente en todos los países donde se han cultivado a gran escala. Los
cultivos transgénicos han sido un instrumento clave para facilitar la mayor
concentración corporativa de la historia de la alimentación y la agricultura.
Seis empresas transnacionales controlan el total de
los transgénicos sembrados comercialmente en el mundo. Las mismas seis son los
mayores fabricantes globales de agroquímicos, lo cual explica que el 85% de los
transgénicos sean cultivos manipulados para resistir grandes dosis de
herbicidas y plaguicidas, ya que este es el rubro que les deja mayores
ganancias. (ETC Group, 2013b).
¿Han servido para aliviar el
hambre en el mundo? No. Además, producto del avance
de la industrialización de la cadena alimentaria a manos de las corporaciones
de agronegocios, desde 1996, año en que se comienzan a sembrar transgénicos,
aumentó la cantidad de personas malnutridas y obesas, fenómeno que ahora es
sinónimo de pobreza, no de riqueza. (FAO, 2012; OMS, 2012).
La siembra de transgénicos aceleró el
desplazamiento de productores chicos y medianos, empobreciéndolos, al tiempo
que sustituyeron gran parte de la mano de obra por maquinaria, aumentando el
desempleo rural. Por ejemplo en Argentina, los transgénicos y sus llamados
“pools de siembra” llevaron a una verdadera “reforma agraria al revés”,
eliminado una gran parte de los establecimientos agrícolas pequeños y medianos.
Según los censos de 1988 y 2002 en esos años desaparecieron 87 000
establecimientos, de los cuales 75 293 eran menores de 200 hectáreas, proceso
que continúa con la misma tendencia. (Teubal, 2006). La secuela es que en la
actualidad, el 80% de la superficie cultivada está arrendada por 4 000 fondos
de inversión: no se trata de un modelo para alimentar, es una plataforma
agrícola para especular.
Han agravado los problemas para
las bases de supervivencia del planeta. En el mismo
período en que se comenzaron a sembrar cultivos transgénicos, se agudizó
seriamente la crisis climática y se agravaron ocho de los nueve problemas
ambientales más graves del planeta definidos por el Stockholm Resilience Center
como los “límites planetarios” que no podemos transgredir si queremos que La
Tierra sobreviva. Siete de ellos: el cambio climático, la pérdida de biodiversidad,
la acidificación de los océanos, la contaminación y agotamiento del agua dulce,
la erosión de suelos, la excesiva cantidad de fósforo y nitrógeno vertidos a
mares y suelos y la contaminación química, están directamente relacionados con
el sistema industrial corporativo de producción de alimentos, en el cual los
transgénicos son su paradigma central. (Rockström, 2009; ETC Group, 2013a,
GRAIN, 2011).
¿Necesitamos cultivos
transgénicos? Una gran diversidad de sistemas alimentarios
campesinos y de pequeña escala son los que actualmente alimentan al 70 % de la
población mundial: 30-50 % de esa cifra lo aportan parcelas agrícolas pequeñas,
las huertas urbanas entre el 15 y el 20 %, la pesca artesanal un 5-10 % y la
caza y recolección silvestre un 10-15 %. (ETC Group, 2013a). Es una producción
de alimentos más saludable, en su gran mayoría libre de agrotóxicos y
transgénicos. Los alimentos del sistema alimentario agroindustrial, por el
contrario, sólo llegan al 30 % de la población, pero usan el 75-80 % de la
tierra arable y el 70 % del agua y combustibles de uso agrícola. (GRAIN, 2014).
De la cosecha a los hogares, el 50 % de los alimentos de la cadena industrial
van a parar a la basura.
Para alimentar al mundo no se
necesitan cultivos uniformes, de alta tecnología y alto riesgo, en sistemas
industriales. Se necesita una diversidad de semillas, en manos de millones de
campesinos y productores pequeños y medianos. El avance de las corporaciones de
agronegocios, con transgénicos y agrotóxicos, amenaza gravemente esta opción,
que es la que ya alimenta a los más pobres y a la mayoría de la humanidad.
1. Tecnología llena de incertidumbres e inexacta
Al contrario de lo que afirma la industria
biotecnológica, la tecnología de los transgénicos es una técnica inexacta,
sobre la cual no se tiene control de sus consecuencias. Es bastante sencillo
aislar distintas secuencias de ADN de diferentes organismos y pegarlos para
formar un transgene. Sin embargo, es imposible hasta ahora introducir esta
secuencia intacta en un determinado locus del genoma. Tampoco es posible
controlar cuantas copias intactas o partes de la secuencia modificada serán
integradas en el genoma del organismo huésped. Y aún más difícil es evitar
cualquier interacción de estas secuencias con los demás genes del huésped. Es
imposible controlar la expresión génica de los transgenes insertados, o la
dispersión o ruptura de los transgenes en nuevos lugares del genoma.
Por todo ello, es imposible predecir cual será el
impacto de los transgenes en los genomas u organismos modificados genéticamente
y en los ambientes en donde estos se liberan. En estos organismos modificados
artificialmente se han roto restricciones de la vida, límites que ni
siquiera están bien comprendidos en la ciencia. Darán pie a formas inéditas
de interacción y evolución biológica con consecuencias e incertidumbres
para la biodiversidad que tampoco podemos enumerar. (Filipecki y Malepszy,
2006). El liberar organismos transgénicos al ambiente implica un experimento
global que impacta la dinámica natural de la vida y de la humanidad entera,
unilateralmente decidido por un puñado de corporaciones y algunos gobiernos.
En contraste con la evidencia científica que
sustenta lo anterior, los sectores que defienden la modificación genética de
organismos asumen como cierto que los organismos genéticamente modificados
(OGM) tendrán los mismos comportamientos a los observados en laboratorio una
vez liberados en la naturaleza, es decir que son equivalentes a los organismos
no genéticamente modificados.
Afirman que los OGM “son naturales” y que “son
nuevas variedades” asumiendo que la técnica experimental empleada es
precisa, segura y predecible y que es equivalente al mejoramiento convencional
que se hace en la agricultura.
Esto es un grave error y muestra un
“desconocimiento” por parte del campo biotecnológico de las teorías y
conocimientos de la biología contemporánea. En la concepción que los que
generan OGM no se consideran las restricciones naturales a la recombinación
genética, el rol del tiempo en la génesis de la diversidad y la valoración de
los mecanismos naturales que la sostienen a través de la evolución orgánica.
Tanto el proceso evolutivo como las variedades de las especies se sustentan en
la reproducción sexual, la recombinación de material genético, y mecanismos
biológicos y ambientales que restringen y regulan la dinámica del genoma dentro
de cada generación y a través de ellas durante la evolución. La biotecnología
de ADN recombinante, en cambio, ha roto restricciones importantes a la
recombinación evolutiva del material genético, sin que aún entendamos la
naturaleza o el papel de muchas de estas restricciones que se han establecido
por la propia evolución orgánica.
Es crucial comprender que en cualquier modificación
del genoma mediante ingeniería, desaparecen, en aras del procedimiento
tecnológico, el tiempo biológico necesario para estabilizar las
variedades y el proceso evolutivo y la historia de la especie —que no se
alteran en el mejoramiento por métodos convencionales. Esto sucede porque se
apela a la instantaneidad de la manipulación del genoma con el objeto de
obtener “nuevas variedades”.
Insistir en que los procedimientos de adaptación
tradicional de cultivos y mejoramiento de especies alimentarias pueden ser equiparados
con las técnicas de modificación genética de organismos por diseño planteadas
por la industria, es una idea reduccionista, obsoleta y poco seria, dado el
nivel de conocimiento que tenemos actualmente.
Proclamar que el mejoramiento realizado por los
seres humanos durante 10 000 años en la agricultura y la modificación por
diseño de laboratorio son lo mismo, es ignorar la cultura agrícola humana,
desarrollada por millones de campesinas y campesinos en miles de situaciones
biogeográficas y climáticas diferentes, que ha respetado los mecanismos
naturales durante todo ese tiempo, seleccionando nuevas variedades de
poblaciones originadas por entrecruzamiento hasta encontrar y estabilizar el
fenotipo adecuado. Estos procesos de adaptación y adecuación de las
características de los cultivos realizados por comunidades agrarias a lo largo
de años también ponen a prueba, de manera permanente, sus impactos en la salud
humana y en los ambientes en donde se generan las nuevas variedades.
Pero más importante es que este mejoramiento no es
consecuencia del simple cambio de la secuencia del ADN, o de la incorporación o
pérdida de genes, sino la consolidación de un ajuste del funcionamiento del
genoma como un todo (noción de genoma fluido) que respeta las restricciones del
mismo frente a la recombinación, que por lo tanto, hace a la variedad
resultante útil y predecible (por eso se convierte en una nueva variedad). Este
ajuste puede involucrar genes asociados al nuevo fenotipo, pero acompañados por
muchos ajustes de carácter epigenético (factores no genéticos o procesos
químicos del desarrollo de los organismos) y que en su mayoría desconocemos.
Entonces, una nueva variedad representa una mejora integral del fenotipo
para una condición determinada donde seguramente todo el genoma fue afectado,
dada su fluidez, con un ajuste fisiológico en concordancia con el tiempo
de la naturaleza y el respeto por la historia de cada especie.
Estos nuevos conocimientos sobre genética no se
toman en cuenta en el análisis, proyección y evaluación de riesgos de los OGM
que se desarrollan y liberan, ya que para el marco conceptual que sustenta los
transgénicos un gen o un conjunto de genes introducidos en un embrión vegetal o
animal en un laboratorio, son elementos de análisis suficientes. No se
respetan, por definición, las condiciones naturales de los procesos biológicos
naturales de regulación y “ajuste fino” epigenético que conducen a la
construcción de los fenotipos en la naturaleza, como sucede en el mejoramiento
tradicional y en la evolución natural de los organismos.
En realidad la tecnología de organismos
genéticamente modificados viola los procesos biológicos usando los
procedimientos rudimentarios, peligrosos y de consecuencias inciertas que
supone la mezcla de material genético de distintas especies. La
transgénesis no solo altera la estructura del genoma modificado, sino que lo
hace inestable en el tiempo, produce disrupciones o activaciones no deseadas de
genes del huésped y afecta directa o indirectamente el estado funcional de todo
el genoma y las redes regulatorias que mantienen el equilibrio dinámico del
mismo, como lo demuestra la variación de la respuesta fenotípica de un mismo
genotipo, frente a los cambios ambientales. (Álvarez-Buylla 2009, 2013).
El concepto clásico del gen entendido como unidad
fundamental de un genoma rígido, concebido como un “mecano”, como una máquina
predecible a partir de las secuencias de los genes y la suposición de que sus
productos pueden ser aislados, recombinados y manipulados sin consecuencias, es
expresión de un reduccionismo científico obsoleto, que ha sido ampliamente
rebatido y cuya falsedad ha quedado demostrada. Este nivel epistemológico ha
sido abundantemente criticado por pensadores como Richard Lewontin[2] y otros, y
sustentado por diversos artículos científicos sobre la importancia de las
interacciones entre los genes, la importancia de los mecanismos de regulación
de su expresión a nivel epigenético, que constatan cambios dinámicos de los
efectos de los propios genes de un organismo y también de los genomas en sus
respuestas al medio ambiente e incluso a la alimentación.
La insistencia en términos epistemológicos de
considerar a los OGM como variedades “naturales” en lugar de asumirlos como
cuerpos extraños o artefactos industriales, que instalados por la mano humana
en la naturaleza alteran el curso de la evolución, más que una posición
científica es una postura arrogante e omnipotente, que no toma en cuenta el
propio conocimiento científico más actualizado. Esta aparente ignorancia en la
mayoría de los casos está animada por conflictos de interés, ya que existen
relaciones de financiación directa o indirecta de quienes sostienen esas posturas
con transnacionales de los agronegocios que lucran con los transgénicos. En
otros casos, los científicos pro-transgénicos defienden su carrera, anclada en
paradigmas ya superados y su prestigio, que depende de los mismos intereses
agroindustriales, así como su posibilidad de hacer negocios a partir de
licenciar sus patentes a las grandes empresas.
La complejidad no es una posición teórica, sino una
configuración integral de la naturaleza. En el proceso de conocerla, desarmar
lo natural en pedazos fragmentados “para su comprensión”, es cada vez más
insuficiente.
Lo que pretende la industria de la transgénesis
evitando el debate sobre la lógica que la sostiene, es hacer un cierre virtuoso
de una tecnología que nació en los laboratorios para comprender limitadamente
procesos a nivel molecular, expandiéndola en la naturaleza sin criterios
creíbles ni predecibles.
El proceso de generación de organismos, repetimos,
es inasible. Podemos estudiarlo, pero debemos tener en cuenta los límites que
la fisiología del genoma fluido viene mostrando. Alterar un organismo
con un pedazo de ADN propio o ajeno impactará en toda su fisiología y usar el
medio ambiente natural —o la alimentación humana— como laboratorio, es un
experimento inaceptable.
Hay varios estudios de este tipo de alteraciones
impredecibles. Uno muy ilustrativo da cuenta de la alteración en el perfil de
proteínas de una variedad de maíz transgénico (MON810) que expresa 32 proteínas
diferentes, comparado con la expresión proteica del maíz convencional.
(Agapito-Tenfen et al, 2013).
Los OGM, hoy en el ojo de la tormenta, ponen en
primer plano esa extraña y cada vez más evidente relación del pensamiento
científico reduccionista con la ideología que sustenta la hegemonía neoliberal.
La necesidad de instalar desde la ciencia un relato legitimador que desmienta
cualquier impacto de los OGM en la naturaleza o la salud, que sostenga la
simplificación de que existe equivalencia entre alimentos no modificados y los
OGM, que los defina sencillamente como nuevas variedades, es el equivalente a
los silencios sobre la complejidad del genoma y las consecuencias de interferir
en ello.
En el concepto de “fluidez del genoma”, los genes
pierden su definición ontológica y pasan a ser parte de una complejidad relacional
que desafía la linealidad jerárquica de la genética clásica, para reemplazarla
por una red funcional compleja. Allí están como ejemplos de complejidad, entre
otros, los cambios controlados durante el desarrollo de ADN (amplificación o
reducción) en células embrionarias normales bajo la regulación del medio
celular, la herencia epigenética transgeneracional, o la red de procesos
regulatorios moduladores (citoplasmático y/o nuclear) de los productos de la
transcripción, que sostienen la variabilidad de los fenotipos. Son ejemplos de
la fluidez del genoma donde los genes aparecen subordinados a las
señales celulares para esculpir cada fenotipo. (Fox Keller, 2013).
En síntesis, la agricultura industrial y su
introducción de cultivos transgénicos no solo llenaron de agrotóxicos el
ambiente y transformaron la producción alimentaria global en una mercancía para
los intereses de las transnacionales, sino que además crearon el artilugio de
una ciencia que legitimara los procedimientos usados para la modificación
genómica, ignorando sus incertidumbres y riesgos.
Este colonialismo genético ignora adrede el
conocimiento genético actual para poder justificar la manipulación genómica,
desafiando la integridad de los ecosistemas y colocando en riesgo a los seres
humanos. La transgénesis como procedimiento industrial volcado en la naturaleza
tiene poco de científico y mucho de rudimentario.
Las tecnologías “de punta” para generar OGM no solo
colisionan con el conocimiento campesino y saberes ancestrales, sino con las
miradas científicas más actuales sobre la complejidad biológica. Esta
fragilidad conceptual interpela el soporte científico de la transgénesis y la
desplaza del terreno de la ciencia al de la especulación lucrativa.
2. Los
cultivos transgénicos, más que una tecnología agrícola, son un instrumento
corporativo de control de la agricultura
Nunca en la historia de la agricultura y la
alimentación ha habido una concentración tan grande de las semillas, llave de
toda la red alimentaria, en tan pocas corporaciones. Las seis mayores
fabricantes de agroquímicos a nivel mundial controlan el 76% del mercado global
de agrotóxicos. Las mismas seis están entre las mayores corporaciones de
semillas a nivel global, controlando el 60% de ese mercado. Y éstas seis controlan
el 100% del mercado global de semillas transgénicas. (ETC Group, 2013a y
2013b).
En tanto que prácticamente las mismas empresas
controlan el desarrollo de los transgénicos y el comercio de agrotóxicos y de
las semillas, transgénicas y no transgénicas, dan prioridad a la promoción de
los transgénicos por dos razones:
a) al ser resistentes a ciertos herbicidas, aseguran las ventas de semillas
y de insumos;
b) por ser un producto de ingeniería, las semillas son patentadas, por lo
que para los agricultores, guardar una parte de la propia cosecha para la
próxima estación de siembra se convierte en ilegal, asegurándole a las empresas
nuevas ventas cada estación e incluso ganancias extras al llevar a juicio a los
agricultores cuyas parcelas se “contaminen” de transgenes patentados. Se han
realizado cientos de juicios por esta razón contra agricultores en Estados
Unidos y ese es el camino que sigue para todos los países que los adopten.
(Center for Food Safety, 2013).
Para asegurarse de controlar totalmente a los
agricultores, las corporaciones de agronegocios desarrollaron también una
tecnología que actúa como una “patente biológica”: las Tecnologías de
Restricción del Uso Genético (GURT por sus siglas en inglés), popularmente
conocidas como tecnologías “Terminator”. Con este método se desarrollan
semillas suicidas: se pueden plantar, dan grano, pero se vuelven
estériles una vez cosechadas, obligando a los agricultores a comprar semillas
nuevas para cada siembra. Esta tecnología fue condenada internacionalmente por
inmoral y hay una moratoria en Naciones Unidas contra ella, pero por presión de
las empresas, podría legalizarse en Brasil en los próximos meses. (Convenio
sobre la Diversidad Biológica, 2000; ETC Group, 2014).
Por todo esto, permitir los transgénicos en un país
es entregar la soberanía, la decisión sobre un aspecto vital de la
supervivencia, como es la alimentación, a unas pocas transnacionales. Atenta
contra los derechos de los agricultores a resembrar su propia semilla,
reconocimiento consignado incluso en la FAO, por el legado de 10 000 años de
agricultura con que han contribuido las y los campesinos para el sustento de
toda la humanidad.
3. La realidad: producen menos
Existen varios estudios académicos sobre
productividad de los cultivos transgénicos (de las universidades de Kansas,
Nebraska y Wisconsin, entre otras), que muestran que los cultivos transgénicos,
en promedio, producen menos por hectárea que los cultivos híbridos.
El estudio sobre productividad de los transgénicos
más amplio y detallado hasta el momento es el coordinado por el Dr. Doug
Gurian-Sherman, de la Unión de Científicos Preocupados de Estados Unidos,
titulado “Failure to Yield”, donde se analizan 20 años de experimentación y 13
años de comercialización de maíz y soya transgénica en Estados Unidos, basado
en cifras oficiales de ese país. (Gurian-Sherman, 2009).
Muestra que los cultivos transgénicos jugaron un
rol marginal en el aumento de la producción agrícola en Estados Unidos y en
cambio los híbridos convencionales o los cultivos orgánicos contribuyeron
significativamente al aumento de los rendimientos agrícolas en las cifras
totales del país.
En el caso de la soja, los transgénicos
disminuyeron la producción por hectárea en términos netos (dato que se repite
en todas partes) mientras que en maíz tolerante a herbicidas no hubo ni
disminución ni aumento, y en maíz insecticida (con la toxina Bt) hubo un
ligero aumento del 0.2-0.3% anual, lo cual acumulado resulta en un 3-4% en los
13 años analizados. Este aumento se registró en zonas de ataques muy frecuentes
de la plaga para la cual están manipulados, plaga que prácticamente no existe
en los países del Sur.
El dato más significativo es que el aumento total
de productividad por hectárea de maíz en esos años, en todo Estados Unidos, fue
de 13 %, o sea que 75-80% del aumento se debió a variedades y enfoques de
producción no transgénicos. Resumiendo: si no se hubieran sembrado
transgénicos en Estados Unidos, el total de producción de maíz hubiera sido
mayor.
4. Usan mucho más agrotóxicos, cada vez más
peligrosos.
Los cultivos transgénicos han significado un
aumento sin precedentes del uso de agrotóxicos (herbicidas y plaguicidas cada
vez más tóxicos). Esto se traduce en gravísimos problemas ambientales y de
salud pública. En los tres países que son los principales productores de
cultivos transgénicos (Estados Unidos, Brasil y Argentina) que en conjunto
producen casi el 80% de la cosecha global, existen ya claras y preocupantes
evidencias de ello.
Un informe científico publicado en 2012 (Benbrook)
analiza el uso de agrotóxicos en Estados Unidos en soya, maíz y algodón
transgénico de 1996 a 2011 y demuestra que las variedades transgénicas
aumentaron el uso de agrotóxicos en más de 183 millones de kilogramos en esos dieciséis
años. Estados Unidos es el mayor y más antiguo productor de transgénicos, por
lo que los datos del desempeño de los transgénicos en ese país son
significativos a nivel global. El informe especifica que si bien los cultivos
con la toxina Bt podrían haber reducido el uso de plaguicidas en 56 millones de
kg, los cultivos tolerantes a herbicidas provocaron un incremento de 239
millones de kg en el uso de esos agrotóxicos, lo que explica el promedio
general de aumento de 183 millones de kilos de agrotóxicos en 16 años.
El estudio muestra que la reducción en el uso de
herbicidas con los cultivos Bt —que ha sido usada por la industria
biotecnológica para argumentar difusamente que los transgénicos disminuyen el
uso de agrotóxicos—, se ha ido minimizando cada año, ya que debido a la
resistencia generada en las pestes, se necesita usar cada vez más cantidad de
plaguicidas. Por otra parte, la industria está sacando del mercado las semillas
que solamente contienen el gen Bt. Las nuevas generaciones de semillas
transgénicas son una combinación de toxina Bt y genes de tolerancia a uno o más
herbicidas, primando así el uso pesado de éstos agrotóxicos. En el caso del
maíz Bt, la magnitud del aumento de herbicidas cada vez más tóxicos “anula
cualquier modesta reducción puntual en los agrotóxicos que haya ocurrido en los
16 años analizados.” (Benbrook, 2012).
Por otro lado, debido al uso tan intensivo de
herbicidas existen decenas de malezas resistentes a los agrotóxicos lo que ha
motivado que las empresas manipulen genéticamente los cultivos para hacerlos
tolerantes a herbicidas cada vez más fuertes, como el 2-4,D (uno de los
componentes del Agente Naranja usado como arma biológica en la guerra de
Vietnam); el glufosinato de amonio, el dicamba y otros. Esta nueva generación
de herbicidas es mucho más tóxica y tiene mayor potencial carcinogénico.
Agricultores en Estados Unidos han manifestado expresamente su oposición porque
al fumigar secan los cultivos de predios vecinos. Charles Benbrook sostiene que
si se aprueban cultivos resistentes al 2-4,D, el uso de este potente agrotóxico
se incrementará en un 50%. (Union for Concerned Scientist, 2013).
En Brasil, a partir de la siembra de transgénicos
en 2003, el consumo de tóxicos agrícolas aumentó más de 200% y sigue aumentando
aproximadamente 15% al año. Brasil se transformó en el mayor consumidor de
agrotóxicos del globo desde 2008, usando más de 850 millones de litros anuales,
equivalente al 20% de la producción mundial de éstos. El índice de consumo de
agrotóxicos promedio en Brasil es de 5.2 kg de ingrediente activo por hectárea,
lo cual, junto a Argentina, está entre los promedios más altos del mundo.
(Menten, 2008).
En estudios realizados en Mato Grosso, el estado de
Brasil que concentra el mayor volumen de producción agrícola industrial y
también de soja transgénica, se han comprobado serios daños ambientales y a la
salud por esta causa, no solamente en áreas rurales sino también urbanas. En
2006, en el municipio de Lucas do Rio Verde, MT, ocurrió una lluvia tóxica
sobre la zona urbana a causa de la fumigación del área con paraquat que
realizaban los hacendados para secar la soja para su cosecha. El viento
diseminó la nube tóxica secando millares de plantas ornamentales y jardines,
180 canteros de plantas medicinales y todas las hortalizas en 65 chacras
alrededor de la ciudad, que cuenta con 37 mil habitantes. (Pignati, Dores,
Moreira. et al.: 2013). Posteriormente, estudios realizados entre 2007 y
2010 en el mismo municipio encontraron contaminación por varios agrotóxicos en
83% de los pozos de agua potable (ciudad y escuelas), en 56% de las muestras de
agua en patios escolares y en 25% de las muestras de aire tomadas durante 2
años. También se encontraron porcentajes altos de residuos de uno o más
agrotóxicos en leche materna, orina y sangre humana. (Pignati, Dores, Moreira et
al.: 2013).
En Argentina existen 23 millones de hectáreas de
transgénicos sobre 33 millones de ha cultivadas, lo cual se tradujo en un
aumento exponencial del uso de agrotóxicos, particularmente glifosato. Se usan
250 millones de litros por año de glifosato sobre un total de 600 millones de
litros totales de agroquímicos, en una superficie ocupada por 11 millones de
habitantes, lo cual en promedio significa 6 litros de glifosato y 10 litros de
agroquímicos por habitante. En 2012 se aprobaron nuevas versiones de semillas
de soja y maíz que llevan varias modificaciones genéticas “apiladas”, es decir
combinan la expresión de la toxina insecticida Bt con la resistencia a los
herbicidas glifosato y glufosinato (éste último induce, por competición con la
glutamina, malformaciones en animales de laboratorio). Esto habilitará a los
productores en un futuro cercano a fumigar esos cultivos con ambos químicos al
mismo tiempo, lo que incrementará el nivel de contaminación y el riesgo para la
salud ambiental y humana.
5. Implican altos riesgos a la agrobiodiversidad y
al ambiente
Supermalezas. Está
documentada la existencia de al menos 24 malezas o hierbas invasoras
resistentes a glifosato y otros agrotóxicos, resultado directo del aumento
masivo del uso de venenos que conllevan los transgénicos. En un estudio
publicado en diciembre 2013, la Unión de Científicos Preocupados de Estados
Unidos señala que existen malezas resistentes en 50% de las fincas agrícolas, y
en estados sureños, donde el problema es mayor, se encuentran una o más malezas
resistentes al glifosato en 92% de los establecimientos. (Union of Concerned
Scientists, 2013). Situaciones similares se repiten en Argentina, Brasil e
India, donde las malezas invasoras resistentes son un problema cada vez mayor,
tanto en cantidad de especies como en dispersión geográfica.
Contaminación de semillas nativas y criollas. La erosión y alteración potencialmente irreversible de la
biodiversidad natural y agrícola es un problema global serio, que se acentúa
aceleradamente con los cultivos transgénicos. (Alvarez Buylla, Piñeyro Nelson,
2009). La biodiversidad y el conocimiento local y campesino son las claves para
la variedad y diversidad de adaptaciones al cambio climático. Con la
contaminación transgénica, esta diversidad está amenazada, tanto por las
consecuencias en las plantas, como por dejar a los campesinos con semillas
dañadas, con secuencias recombinantes (transgenes) patentadas o sin acceso a sus
semillas.
Es importante enfatizar que los transgénicos no son
“una opción más”, como podría decirse de los híbridos. Una vez que los cultivos
transgénicos están en campo, es inevitable la contaminación de otros cultivos
no transgénicos y la acumulación de las secuencias recombinantes en los genomas
de las variedades, sean éstas híbridas, nativas o criollas; sea por
polinización a través de vientos e insectos o por trasiego, transportes y
almacenaje de granos y semillas.
Además de afectar la biodiversidad, la
contaminación transgénica es motivo de juicios legales por “uso indebido” de
los genes patentados promovidos por las corporaciones de agronegocios. Aunque
la siembra comercial de cultivos transgénicos solo está permitida en 27 países
y el 98% de su siembra está en solo 10 países, se han encontrado 396 casos de
contaminación transgénica de cultivos en más de 50 naciones. (GeneWatch 2013).
La contaminación de semillas criollas encarna un
nuevo riesgo para éstas: los transgénicos contienen genes de especies que nunca
se cruzarían naturalmente con los cultivos. Existen estudios científicos (Kato,
2004) que indican que la acumulación de transgenes puede tener efectos dañinos
graves, incluyendo que las variedades nativas o criollas se deformen o se vuelvan
estériles al producirse un rechazo del material genético desconocido en la
especie.
Esto deriva en graves impactos económicos, sociales
y culturales sobre las campesinas, campesinos e indígenas que son quienes han
creado todas las semillas de que hoy disponemos y son quienes las siguen
conservando. Particularmente preocupante es la contaminación transgénica en los
centros de origen y diversidad de los cultivos, tales como el maíz en
Mesoamérica y el arroz en Asia.
En México, centro de origen del maíz, se trata de
la contaminación transgénica del reservorio genético y de biodiversidad de uno
de los tres granos más importantes de la alimentación para todo el planeta, por
lo que las consecuencias no son solamente locales sino globales. Igual sucedería
con la liberación de arroz transgénico en Asia. (ETC Group, 2012).
En México se encontró contaminación transgénica del
maíz desde antes de que se autorizara su siembra experimental. Ante la
inminencia de liberación comercial, la Unión de Científicos Comprometidos con
la Sociedad, UCSS-México, elaboró un informe sobre los múltiples riesgos a la
biodiversidad, la alimentación, la salud y la soberanía alimentaria, que la
liberación de maíz transgénico conlleva. Con base en este informe la UCSS
entregó un llamado al presidente de ese país a no permitir la liberación
comercial del cultivo. El informe y el llamado fueron apoyados por más de 3 000
científicos en México y el mundo. (UCCS 2012). En 2013, la UCCS y varias
universidades del país publicaron un extenso compendio de los problemas
relacionados con la liberación de maíz transgénico en México, con la
participación de 50 especialistas científicos en el tema. (Álvarez-Buylla y
Piñeyro-Nelson, 2013).
Además de una gran parte de los científicos, la
vasta mayoría de la población en México, incluyendo sus 60 pueblos indígenas,
las organizaciones de campesinos y agricultura familiar, de consumidores,
sindicatos, intelectuales, artistas y muchos otros movimientos y organizaciones
sociales, culturales y educativas se oponen a la liberación de transgénicos en
su centro de origen, posición que comparten también los organismos técnicos del
Estado Mexicano corresponsables de las políticas sobre biodiversidad.
Contaminación de agua y suelo. El uso masivo de agrotóxicos, así como los coadyuvantes y surfactantes
que se le agregan han producido una contaminación acelerada y profunda de aguas
y suelos incluso mucho más allá del lugar de siembra. El problema de la
contaminación con agroquímicos ya existía debido al modelo de agricultura
industrial pero con los transgénicos, por ser manipulados para resistir
agrotóxicos y por ello multiplicar los volúmenes usados, el problema ha
adquirido proporciones devastadoras que también se reflejan en impactos muy
fuertes sobre la salud.
En Mato Grosso, Municipio de Lucas de Rio Verde, se
encontraron residuos de varios tipos de agrotóxicos en 83% de los pozos de agua
potable y en dos lagunas, así como en la sangre de sapos de estos lugares. La
malformación congénita de esos animales es cuatro veces mayor que las muestras
tomadas en una laguna de control. Además, se encontró presencia de agrotóxicos
en el 100% de la muestras de la leche de madres que amamantaban en ese momento.
También se encontraron residuos de agrotóxicos (glifosato, piretroides y
organoclorados) en la orina y sangre del 88% de los profesores analizados en
escuelas de ese municipio. (Pignati, Dores, Moreira et al., 2013).
6. Riesgos a la salud
El discurso de las empresas es afirmar que “no se
han encontrado evidencias de que los transgénicos tengan daños a la salud”.
Abusan de una lógica invertida, porque para comercializarlos, se debe demostrar
que los alimentos son sanos, no que aún no se ha encontrado evidencia de daños.
En el caso de los transgénicos es imposible demostrar que sean productos
inocuos. Por ello, para evitar demandas, las corporaciones se refieren con esa
lógica invertida a los impactos en la salud humana y cada vez que hay un
estudio científico que muestra daños potenciales, lo atacan ferozmente. El
impacto más evidente y posiblemente el más obvio de los transgénicos sobre la
salud está relacionado al aumento sin precedentes del uso de agrotóxicos. Los
venenos que requieren los cultivos transgénicos se acumulan a las cantidades de
agroquímicos que ya existían por la agricultura industrial, pero incrementando
los volúmenes, concentración de principios activos y residuos en alimentos, en
forma exponencial.
Al contrario de lo que afirma la industria, existen
crecientes evidencias de afectaciones negativas para la salud. La Academia de
Medicina Ambiental de Estados Unidos hizo pública su posición sobre los
transgénicos en 2009, exhortando a las autoridades, “por la salud y la
seguridad de los consumidores” a establecer urgentemente una “moratoria a los alimentos
derivados de cultivos genéticamente modificados y la instauración inmediata de
pruebas independientes y de largo plazo sobre su seguridad”. (American Academy
of Environmental Medicine, 2009).
Una importante conclusión en la que basan su toma de
posición es que, a partir de decenas de artículos científicos analizados, “hay
más que una relación casual entre alimentos transgénicos y efectos
adversos para la salud”. Explican que según los criterios de Bradford Hill,
ampliamente reconocidos académicamente para evaluar estudios epidemiológicos y
de laboratorio sobre agentes que puedan suponer riesgos para la salud humana,
“existe causalidad en la fuerza de asociación, la consistencia, la
especificidad, el gradiente y la plausibilidad biológica” entre el consumo de
alimentos transgénicos y los efectos adversos a la salud.
Entre los efectos negativos, comprobados a partir
de diversos estudios en animales, mencionan “riesgos serios”, como
infertilidad, desregulación inmune, envejecimiento acelerado, desregulación de
genes asociados con síntesis de colesterol y regulación de insulina, cambios en
el hígado, riñones, bazo y sistema gastrointestinal. Citan entre otros, un
estudio del 2008 con ratones alimentados con maíz transgénico Bt de
Monsanto, que vincula el consumo de maíz transgénico con infertilidad y
disminución de peso, además de mostrar la alteración de la expresión de 400
genes. (American Academy of Environmental Medicine, 2009).
Coincide con otra revisión independiente de
artículos científicos realizada por los investigadoresArtemis Dona y IoannisS. Arvanitoyannis de las Universidades de Atenas y
Tesalia, Grecia, que muestran que los cultivos transgénicos aparecen asociados
a efectos tóxicos, hepáticos, pancreáticos, renales, reproductivos y a alteraciones
hematológicas e inmunológicas, así como a posibles efectos carcinogénicos
(2009).
Efectos sobre la salud de transgénicos con la
toxina Bt
El uso de la toxina Bt en los transgénicos es muy
diferente del uso de la bacteria en totalidad que se realiza para control de
plagas en diversos sistemas agroproductivos, ya que en los organismos
genéticamente modificados la toxina Bt está presente durante todo el ciclo de
la planta e incluso permanece en el suelo hasta 240 días después de la cosecha.
(Saxena, Flores, y Stotzky: 2002) Fuerza a una exposición a la toxina en dosis
y tiempos nunca antes vistos. Existen estudios y casos documentados de alergias
a la toxina Bt en humanos, y hay pruebas de alimentación con maíz transgénico
Bt a ratas y cerdos que demuestran la inflamación de estómago e intestino así
como daño a tejidos, sangre, hígado y riñones (Schubert, 2013).
Impactos a la salud de
transgénicos resistentes a agrotóxicos:
El 85% de los transgénicos son manipulados para
hacerlos resistentes a uno o mas herbicidas, separados o en combinación con
genes insecticidas. Esto ha causado un aumento sin precedentes del uso y
concentración de agrotóxicos, lo cual ha multiplicado por cientos de veces el
nivel de residuos en los alimentos. Una prueba de ello es que para autorizar la
soja transgénica, varios gobiernos debieron cambiar sus normas para permitir
hasta 200 veces más cantidad de residuos de glifosato en los alimentos. (Bøhn y
Cuhra, 2014).
La contaminación de fuentes de agua con agrotóxicos
y los residuos en alimentos ya eran un problema para la salud en zonas de
producción rural intensiva, que ahora se tornó dramático con el aumento en el
uso de herbicidas debido al cultivo de transgénicos, además de expandirse a
zonas urbanas.
En 2013 grupos de voluntarios urbanos de Mar del
Plata, Argentina, mostraron contaminación positiva de uno o más agroquímicos
cuando se hicieron pruebas en la sangre. En Europa, donde el consumo de soja
transgénica es alto a través de alimentos procesados y animales alimentados con
pienso transgénico, se encontraron trazas de glifosato en la orina del 45% de
ciudadanos muestreados en 18 ciudades en 2013. (Friends of the Earth Europe,
2013).
Malformaciones y cáncer por
glifosato en cultivos transgénicos
Experimentos científicos con animales y estudios
publicados en revistas arbitradas, muestran que el glifosato, el herbicida más
usado con los cultivos transgénicos, tiene efectos teratogénicos, o sea, es
capaz de producir deformaciones congénitas. (Carrasco, Paganelli, Gnazzo et al
2010; Antoniou, Brack, Carrasco et al, 2010; Benachour y Séralini, 2009).
En 2009 un experimento sencillo en modelos animales
(aves y anfibios) en Argentina, mostró que diluciones de RoundUp (la fórmula
comercial del glifosato más difundida) o la introducción en el embrión de un
equivalente a 1/200 000 de glifosato presente en las formulaciones comerciales,
producía efectos sobre la expresión de genes durante el desarrollo embrionario,
capaces de inducir malformaciones durante períodos tempranos del mismo.
(Carrasco, Paganelli, Gnazzo, et al 2010).
Sabemos que el glifosato inhibe la producción de
aminoácidos aromáticos en las plantas y éstas mueren. En animales, el glifosato
inhibe enzimas del grupo de las citocromo P450 (CYP) que tienen un rol crucial
en el funcionamiento de los mecanismos de desintoxicación de sustancias
xenobióticas (sintéticas), actuando sobre los residuos de toxinas incorporadas
al organismo. En este contexto, el glifosato inhibiría formas de P450 asociadas
a la degradación y distribución del ácido retinoico en el embrión, provocando
un aumento del mismo en el embrión en desarrollo, y por consiguiente el efecto
teratogénico: el incremento del ácido retinoico es capaz de alterar el
desarrollo normal de los tejidos cuando se altera su síntesis o su degradación
en el embrión.
Las malformaciones inducidas experimentalmente son
la evidencia más cercana con lo que se observa en campo y deberían motivar por
parte de las autoridades sanitarias correspondientes la aplicación estricta del
principio precautorio, para resguardar la salud humana y animal, algo que sin
embargo han evitado sistemáticamente. En el Chaco, Argentina, se ha reportado
un incremento de malformaciones del 400%. (Carrasco, 2010). En Santa Fe se ha
observado la duplicación de malformaciones, abortos y bajo peso en los últimos
10 años, un porcentaje similar al comprobado en áreas de Mato Grosso, Brasil.
Otra enfermedad crónica relacionada al glifosato es
el cáncer. La relación mas fuerte entre glifosato y cáncer surge del hecho que
el glifosato es capaz de bloquear el sistema enzimático de reparación de ADN en
las células, lo cual induce la acumulación de daños en el material genético.
Esto puede detectarse con pruebas de alta sensibilidad que detectan el grado de
daño. Los tests de genotoxicidad en animales muestran que en las poblaciones de
individuos expuestos, los valores aumentan varias veces respecto a los
controles de individuos no expuestos. (López, Aiassa, Benítez-Leite, et
al.,2012).
Estas evidencias de daño del genoma por la
exposición a agrotóxicos, en particular al glifosato, son una alerta a posibles
efectos crónicos y la puerta de entrada a la enfermedad oncológica. Tanto en
Brasil como en Argentina se ha reportado un incremento muy significativo de
malformaciones congénitas y cáncer en los estados o provincias con mayor
producción de transgénicos.
Localidades de la provincia de Santa Fe, Argentina,
muestran un incremento de cáncer que duplica la media nacional normal de 206
casos por cada 100 mil habitantes. En Chaco, Argentina, varias localidades en
zonas agrícolas muestran un incremento de 30 a 40% de malformaciones y cáncer
comparadas con localidades dedicadas a la ganadería. (Informe presentado al
Ministerio de Salud).
Más recientemente Samsel y Teneff (2013b) mostraron
la relación entre el incremento del uso del glifosato y numerosas enfermedades
metabólicas como consecuencia de la inhibición de las P450 y los desbalances de
los procesos fisiológicos de desintoxicación que estas enzimas llevan cabo.
Esto muestra que la interferencia con las enzimas CYP por parte del glifosato
actúa sinérgicamente con la disrupción de la biosíntesis de aminoácidos
aromáticos por la flora intestinal junto al impedimento en transporte sulfato
sérico. Como consecuencia, estos procesos influyen en un variado grupo de
enfermedades: gastrointestinales además de obesidad, diabetes, enfermedades
cardiacas, depresión, autismo y cáncer entre otros padecimientos.
En su última publicación ambos investigadores
asocian el incremento de la enfermedad celiaca asociada al uso del glifosato,
estableciendo que se debe a la inhibición de enzimas CYP que produce el aumento
de ácido retinoico, uno de los responsables de la intolerancia al gluten. Esto
refuerza el mecanismo de acción propuesto para la inducción de malformaciones.
(Samsel y Seneff, 2013a).
Las decisiones políticas que promueven un modelo de
producción que combina la siembra directa de semilla genéticamente modificada
con todo su paquete tecnológico que incluye alto uso de herbicidas, significan
la aprobación de un gran experimento a cielo abierto, de enorme impacto para la
salud humana, para favorecer los intereses económicos de las empresas
transnacionales de agronegocios.
Censura y persecución a quienes demuestran impactos
preocupantes de los transgénicos en la salud humana
Un caso reciente de censura que ha tenido mucha
publicidad se refiere a los estudios del Dr. Gilles-Eric Séralini, en el
CRIIGEN, en la Universidad de Caen, Francia. Séralini realizó los estudios de
alimentación de ratas de laboratorio con maíz transgénico, cultivado sin
agrotóxicos, más extensos hasta el momento, ya que cubrieron todo el ciclo de
vida de las ratas, lo que podría compararse con el consumo durante muchos años
en humanos. Sus resultados incluyeron que un 60-70 % de las ratas alimentadas
con un maíz transgénico de Monsanto desarrollaron tumores, contra 20-30 % en el
grupo de control, además de problemas hepato-renales y muerte prematura.
El estudio es tan relevante que la industria
biotecnológica comenzó inmediatamente una campaña de desprestigio a través de
científicos afines, quienes argumentaron, entre otras cuestiones, que el
estudio fue hecho con insuficiente cantidad de ratas y que las ratas usadas en
el experimento tenían tendencia a desarrollar tumores. Sin embargo, Séralini
usó las mismas ratas y mayor cantidad que las que usó Monsanto en las pruebas
que presentó a la Unión Europea para aprobar ese mismo tipo de maíz
transgénico, solo que Monsanto hizo el experimento por únicamente tres meses,
siendo que los efectos negativos se comenzaron a mostrar a partir del cuarto
mes. La presión de la industria consiguió incluso que la revista científica
donde se publicó el estudio se retractara, aunque el editor admitió que el artículo
de Séralini es serio y “no peca de incorrecto” pero afirma que sus resultados
“no son concluyentes”, algo que es parte del proceso de discusión científica y
atañe a gran cantidad de artículos científicos. Séralini y sus estudios
recibieron el apoyo de centenares de científicos en el mundo. (Bardocz,
Clark, Ewen, S. et al, 2012) y el artículo original fue publicado
posteriormente, por otra revista científica.
El estudio y el caso de Séralini es grave porque
muestra que el consumo de alimentos derivados de transgénicos puede tener
efectos negativos muy serios y que se deberían realizar muchos más estudios,
más extensos, antes de ponerlos en los mercados. La posición de la industria de
los transgénicos y los científicos que los apoyan es que ante la duda de
inocuidad, de cualquier forma deben ponerse en circulación, colocando a los
consumidores en el papel de ratas de laboratorio, pese a que existen abundantes
alternativas para producir los mismos cultivos, incluso industrialmente, sin
transgénicos. [3] (Séralini,
2012)
7. ¿Hay ventajas con los cultivos transgénicos?
La realidad, no las promesas de la industria
biotecnológica, es que después de casi 20 años en el mercado, más del 99 % de
los transgénicos plantados en el mundo siguen siendo únicamente cuatro cultivos
(soja, maíz, canola y algodón); todos son commodities, o sea mercancías
industriales para exportación, todos son manejados por grandes empresas, desde
la semilla a la comercialización; todos son para forrajes de animales en
confinamiento, agrocombustibles u otros usos industriales.
El 98% de los cultivos transgénicos está sembrado
en solamente 10 países. 169 países no permiten su siembra comercial.Los
transgénicos que se cultivan actualmente tienen sólo 2 caracteres genéticamente
diseñados: resistencia a uno o varios agrotóxicos (85 %) insecticida
autoproducido con cepas de la toxina Bt. (International Service for the
Acquisition of Agri-biotech Applications, 2013)
Cualquier otro tipo de transgénicos tienen más bien
un papel propagandístico, no se han consolidado en la realidad. Por ejemplo,
los cultivos resistentes a la sequía o los cultivos con manipulaciones
genéticas para mejorar su calidad nutricional, como el llamado “arroz dorado”,
que aportaría vitamina A, no están en el mercado, principalmente porque no
funcionan.
En ambos casos, esta falla de funcionamiento está
relacionada con lo que describimos en el punto 1 sobre lo rudimentario que es
la tecnología de los transgénicos. Tanto en el caso de la resistencia a la
sequía como en los de producción de sustancias vitamínicas, se trata de
características multifactoriales, que no dependen de un solo gen, ni del genoma
mismo. Debido a la complejidad involucrada y las limitaciones de la visión
reduccionista de quienes promueven los OGM, estos proyectos han fracasado y
seguirán fracasando. Pero tristemente ello no significa que no los pondrán
en los mercados, si sus promotores llegan a tener la oportunidad, pese a sus
riesgos y a los pobres y nocivos resultados obtenidos.
La característica de resistencia a sequía que
encontramos en cultivos no transgénicos es producto de una adaptación ambiental
y local de largo plazo hecha por campesinos, lo cual se puede favorecer sin
transgénicos ni grandes costos de investigación. Por ser producto de una
multiplicidad de factores, tratar de reducirlo a una manipulación genética es
una hazaña costosa, insegura, y que en el mejor de los casos solo serviría para
algunas zonas, no para la gran diversidad de áreas y situaciones
bio-geo-climáticas donde trabajan los campesinos pobres y la mayoría de
agricultores de pequeña escala.
Los proyectos de investigación de las
transnacionales con algunos centros internacionales de investigación parten,
justamente, de la apropiación del conocimiento campesino, ya que las empresas
usan y patentan genes de plantas que han sido domesticadas y adaptadas por
campesinos. Convierten esos cultivos que estaban adaptados, accesibles y de uso
colectivo, en el producto de procesos tecnológicos muy costosos, pese a lo cual
sus resultados son extraordinariamente escasos y de eventual aplicación
insegura y muy estrecha. (Union of Concerned Scientists, 2012).
Si lo que se necesita es afirmar la capacidad de
los cultivos de adaptación a la sequía, esto en cualquier caso no se puede
hacer centralmente para todo el planeta, sino que se debe favorecer los
procesos diversificados campesinos y la colaboración con centros nacionales de
investigación pública, sin introducir los riesgos que significan los
transgénicos.
El mito del arroz dorado
El caso de los cultivos con supuestos beneficios
nutricionales agregados por transgenia, como el del “arroz dorado” o arroz con
pro-vitamina A, adolece del mismo tipo de fallas. Se trata de una investigación
costosa, financiada con inversiones público-privadas, con múltiples problemas.
Implica todos los riesgos de los transgénicos que ya mencionamos, y suma otros
por el tipo de manipulación que se hace, diferente de las que ya existen en el
mercado.
El primer tipo de arroz con beta-caroteno (GR1) que
se anunció en el año 2000, desarrollado por Ingo Potrykus y Peter Beyer del
Instituto Suizo de Tecnología, fue un accidente. Los investigadores buscaban
otro resultado con ingeniería genética en arroz, pero “para su sorpresa” según
ellos mismos declararon, se produjo un precursor de beta-caroteno. Esto ya de
por sí debería haber sido una llamada de atención a esos investigadores de que
su trabajo no tenía en cuenta muchas variables de la complejidad del proceso.
Por el contrario, lo dieron a conocer como si fuera un gran éxito, pese a que
para obtener la mínima cantidad diaria de vitamina A que necesita un niño,
debía comer varios kilogramos de ese arroz diariamente. Posteriormente, estos
investigadores licenciaron la investigación a la multinacional Syngenta, que a
su vez en 2004 donó la licencia a la plataforma Golden Rice Humanitarian
Board, a la cual se integró la Fundación Syngenta; sin embargo la empresa
retuvo los derechos comerciales. En el año 2005, Syngenta anunció un nuevo
evento transgénico del llamado arroz dorado (Paine, Shipton, Chaggar, S. et
al., 2005) que tendría mayor contenido de pro-vitamina A (GR2). Sin
embargo, tampoco en este caso está demostrado que la pro-vitamina sea estable
en ese arroz, ya que una vez cosechado y en el proceso normal de almacenaje, se
oxida fácilmente, disminuyendo al 10% el contenido de pro-vitamina A declarado.
Después de 20 años y muchos millones dólares
invertidos en esta investigación, según el Instituto Internacional de
Investigación en Arroz, el “arroz dorado” está aún lejos de su
comercialización. Esto se debe a las dificultades que implica tratar de crear
una ruta bioquímica totalmente nueva a través de ingeniería genética (IRRI,
2013). En efecto, el arroz dorado no es una operación de transgenia como las
que ya existen, sino que se trata de manipular un paso metabólico, lo cual
implica complejidades, incertidumbres y riesgos adicionales a los que ya se
conocen sobre los otros transgénicos. No hay seguridad de que los constructos
genéticos sean estables o que el paso metabólico sintético no actúe de forma
diferente de cuando crece en la planta, o que afecte otras rutas metabólicas
con consecuencias impredecibles para las plantas, el ambiente y los que lo
consuman. De hecho estos ejemplos ya han sucedido en experimentos de
laboratorio. (Greenpeace, 2013). Ademas, podría aumentar o disminuir el
contenido de beta-caroteno y promover otros precursores simultáneamente, con
consecuencias que pueden ser graves para la salud humana. Existen evidencias
científicas de que el proceso desde beta-caroteno a vitamina A también puede
generar componentes dañinos a la salud humana si ocurre en altas cantidades
(Schubert, 2008). Este tipo de componentes secundarios pueden bloquear
señalamientos celulares importantes para los organismos (Eroglu, Hruszkewycz,
Dela Sena et al., 2012). Los resultados metabólicos de este tipo de ingeniería
genética están escasamente comprendidos. Como si fuera poco, la forma cómo este
tipo de beta-caroteno del arroz dorado sería procesado en el cuerpo humano y
qué componentes secundarios podría producir, a diferencia de lo que sucede con
el beta-caroteno natural, son completamente desconocidos.
En suma, además de los problemas ya demostrados con
los transgénicos de uso común (el cultivo insecticida Bt y los cultivos
resistentes al glifosato), existen serios problemas potenciales a la salud
relacionados con el control de los niveles de ácido retinoico y otros
retinoides del proceso. El beta-caroteno se transforma en retinal en presencia
de la enzima oxigenasa, pero se reduce a retinol, más conocido como vitamina A.
Sin embargo, el retinal también se oxida, formando ácido retinoico, que en
altas cantidades se convierte en un potente teratógeno. (Hansen, 2014).
El arroz es componente esencial de la dieta
cotidiana de Asia y de una gran parte de la humanidad, por lo que estos riesgos
son graves e innecesarios. Además sería un arroz que se pretende introducir
justamente en su centro de origen. Si así se hiciera, inevitablemente ocurriría
contaminación transgénica del arroz campesino, lo cual tendría impactos tanto
sobre las semillas nativas, como en los derechos de los agricultores y en la
salud de los campesinos que lo consumieran. Pese a que el arroz no tiene
polinización abierta, hay muchas vías de contaminación en almacenaje, trasiego
y transporte. Estudios en China ya han encontrado contaminación transgénica del
arroz silvestre y parientes. (Canadian Biotechnology Action Network, 2014)
El proyecto del arroz dorado transgénico ha
consumido más de 100 millones de dólares de instituciones y “filantropía”,
entre otros de la Fundación Bill y Melinda Gates y varias instituciones
nacionales e internacionales de ayuda al desarrollo, dinero con el cual se
podría haber atendido de forma sustentable y sin alta tecnología, la
deficiencia de vitamina A en muchos de los países donde existe.
Por ejemplo, la vitamina A existe en diferentes
hierbas que acompañan los cultivos, que son de consumo común entre campesinos
que cultivan arroz. Si el arroz se produce en plantaciones uniformes
industriales y con agroquímicos, ese tipo de hierbas que contienen muchos más
nutrientes que solamente una vitamina, desaparecen. Es decir, la supuesta
“solución” crea nuevos problemas. Es lo mismo con el caso del maíz transgénico
cultivado en el área Mesoamericana. Además, se puede obtener la dosis de
vitamina A necesaria diversificando cultivos y con diferentes frutas y
vegetales cuya siembra esté adecuada a cada lugar, situación que puede ser
resuelta por campesinos sin caer en la dependencia, sea del mercado o de
programas públicos que cambian según los cambios de políticas gubernamentales.
Sin embargo, inducir la dependencia quizá sea una intención de las
transnacionales con este proyecto, ya que su finalidad como empresas no es la
caridad.
El amaranto, la espinaca, la col y muchos otros
vegetales comunes en la cocina asiática tienen, como mínimo, más de cinco veces
el contenido de beta-caroteno que tendría el arroz dorado en una porción normal
de alimento. (Shiva, 2014).
¿Los transgénicos públicos son
mejores?
La Empresa Brasileira de Pesquisa Agropecuária
(Embrapa), institución brasileña de investigación agrícola, manipuló genéticamente
un frijol común para hacerlo resistente al mosaico dorado, una enfermedad que
puede ser plaga de esta especie. Este evento, llamado Embrapa 5.1, se presenta
como un caso emblemático, porque aunque está patentado, es producto de la
investigación pública y hasta ahora no se ha licenciado a transnacionales. Sin
embargo, su aprobación por parte de la comisión de bioseguridad de ese país
(CNTBio) fue poco “pública”, ya que partes significativas de la investigación y
de la información sobre el constructo transgénico se marcaron como
“confidenciales”, de tal modo que ni otros científicos independientes, ni
algunos revisores de bioseguridad tuvieron acceso a toda la información.
(Agapito y Nodari, 2011).
Este frijol transgénico también se encuadra en las
incertidumbres e impactos potenciales que describimos sobre la ingeniería
genética en el punto 1. Pero igual que el “arroz dorado”, agrega nuevos
factores de riesgo, ya que se desarrolló con una tecnología que no ha sido
utilizada para difusión a gran escala en ningún país del mundo.
La tecnología usada en el frijol 5.1, llamada
pequeño ARN de interferencia – siRNA– produce una reacción directa al virus
patógeno. La planta produce una molécula que va al silenciar o interferir con
la producción de una molécula en el virus patógeno evitaría que se replique en
las células de las plantas. Pero esta molécula de siRNA puede también afectar
la expresión de otros genes en diversos organismos ya que su mecanismo de
acción aún no está bien comprendido.
Hay evidencia científica que señala posibles
riesgos asociados con este tipo de tecnología. En 2006 se publicó una revisión
de artículos sobre el uso de esta tecnología en plantas transgénicas, en la
revista científica Genes and Development. Se describe que los agentes de
RNA son capaces de moverse entre los tejidos de las plantas y por tanto su
acción no sólo afecta a la célula en la que se producen, sino que puede detonar
otras reacciones. (Vaucheret, 2006).
Hay pruebas de que estas moléculas pueden afectar a
otras moléculas no objetivo, con resultados inesperados y potencialmente
negativos. (Agapito y Nodari, 2011). Estudios posteriores, incluyendo los de
dos investigadores de la agencia oficial de Estados Unidos EPA (Agencia de
Protección Ambiental) confirman estas proposiciones. (Lundgren y Duan, 2013).
Nuevamente, el frijol es un componente básico de la
alimentación en Brasil. Los agricultores de pequeña escala son responsables de
más de dos terceras partes de lo que se produce. En lugar de ofrecer una alta tecnología,
que coloca nuevos riesgos al ambiente y a la salud, y de la cual ni siquiera
está comprobada su efectividad, se debería apoyar a los campesinos y
agricultores familiares a reforzar sus estrategias propias, agroecológicas y
adecuadas a una diversidad de situaciones, para enfrentar la plaga del mosaico
dorado y otros problemas.
8. ¿Quién gana y quién pierde con los transgénicos?
No hay duda de que los que más se benefician con
los cultivos transgénicos son las seis transnacionales que controlan el 100% de
las semillas transgénicas a nivel global: Monsanto, Syngenta, DuPont, Dow
Agrosciences, Bayer y Basf. Son las seis mayores corporaciones de producción de
químicos y juntas controlan el 76% del mercado mundial de agrotóxicos y el 60%
del mercado mundial de todo tipo de semillas. Además, dominan el 75% de toda la
investigación privada sobre cultivos.
Nunca antes en la historia de la alimentación había
ocurrido tal grado de concentración corporativa en un sector esencial para la
sobrevivencia. Esta configuración también explica que los transgénicos
signifiquen un enorme aumento del uso de agrotóxicos, ya que es lo que les
reporta mayores ganancias: el mercado de venta de agrotóxicos es mucho mayor
que el de venta de semillas.
La industria biotecnológica afirma que los
transgénicos son los cultivos “más analizados” de la historia. Es falso, porque
en los países donde se han autorizado, se basan en los estudios y conclusiones de
las propias empresas. En Europa, donde se requieren estudios adicionales,
prácticamente no se cultivan transgénicos y varios países europeos han optado
incluso por prohibir su siembra.
La realidad es que los cultivos transgénicos están
llenos de incertidumbres y riesgos a la salud y al ambiente y no aportan
ninguna ventaja frente a los cultivos que ya existían. La semilla es mucho más
cara, rinden menos en promedio, usan mucho más agrotóxicos y al estar
patentados, la contaminación transgénica es un delito para las víctimas.
Adicionalmente, según datos de los analistas de la industria, la investigación
y desarrollo de una semilla transgénica cuesta en promedio 136 millones de
dólares, mientras que el desarrollo de una semilla híbrida cuesta un millón de
dólares. (Phillips McDougall, 2011).
La única razón para comercializar transgénicos es
que las empresas obtienen mayores ganancias aunque sean un producto más
deficiente que los híbridos que ya existían. Un producto que en la diversidad
de terrenos y variaciones climáticas y geográficas de la gran mayoría de
agricultores de pequeña escala en el mundo, ni siquiera funciona.
Frente a estos datos, la pregunta que muchos se
hacen es ¿cómo consiguió esto la industria? Ha sido un proceso de varias
aristas. Por un lado, en las últimas tres décadas, grandes empresas
transnacionales han ido comprando las empresas nacionales y regionales de
semillas y agronegocios para obtener el control del mercado. Paralelamente
convencieron a los gobiernos de que la ingeniería genética era un gran progreso
para la agricultura y alimentación, pero que por sus costos y riesgos, sólo
tenían capacidad de desarrollarla y evaluarla dentro de la propia industria,
por lo que había que apoyarlos, en desmedro de los análisis de riesgo
independientes y de otras alternativas de investigación agronómica pública. La
investigación agrícola pública ha sido desmantelada progresivamente. Y para
apoyar a la industria “a alimentar al mundo”, los gobiernos han ido adoptando
leyes nacionales e internacionales de propiedad intelectual, de semillas y de
bioseguridad que garantizan el bienestar de los cárteles oligopólicos. (ETC
Group, 2008).
Si los productores de Estados Unidos y Canadá
siguen plantando transgénicos, es porque no pueden elegir otra opción: las
mismas corporaciones de agronegocios controlan todo el mercado de semillas y
solo multiplican las que quieren vender, por lo que a la hora de sembrar, sólo
encuentran oferta de semillas transgénicas. Una situación similar se repite en
los mercados industriales de Brasil, India y Argentina (esos 5 países cubren el
90% del mercado mundial de transgénicos) con agregados de situaciones
particulares, como el bajo pago de regalías porque los agricultores multiplican
su propia semilla –contra la voluntad de las empresas; u otros recursos que no
tienen que ver con “ventajas” de los transgénicos, sino con el poder económico
de mercadeo y control de las transnacionales sobre los gobiernos.
Los que perdemos con los transgénicos somos la
mayoría de los pueblos del planeta, desde los campesinos y agricultores
pequeños, a los consumidores de las ciudades, pasando por los investigadores
públicos y todos los que tenemos que sufrir la contaminación química de
alimentos, agua y suelos.
En todo el mundo, las encuestas confirman que la
gran mayoría de los consumidores no quiere comer transgénicos. Las
corporaciones lo saben, por eso se oponen al etiquetado de sus productos,
gastando decenas de millones de dólares para impedirlo. Si los transgénicos no
conllevaran perjuicios, como ellos afirman, no deberían tener problema en que
se etiquetaran.
La vasta mayoría de los campesinos y agricultores
familiares se oponen a los transgénicos porque representan una amenaza más a su
precaria situación económica, desplazando sus mercados, contaminando las
semillas, tierra y agua.
Como describimos en la introducción de este
documento, son los pequeños proveedores de alimentos (campesinos, pescadores
artesanales, huertas urbanas, etcétera) los que alimentan a más del 70% de la
población mundial. La industria de los transgénicos los desplaza y amenaza sus
semillas y sus formas de producción por muchas vías, y con ello aumenta el
hambre y la desnutrición mucho más que lo que cualquier semilla tecnológica
“milagrosa” podría jamás atender.
Existen muchas alternativas de sistemas agrícolas,
diversas y más acordes con la naturaleza, que no crean dependencia con las
transnacionales, que fortalecen la soberanía y las diferentes formas de
desarrollo local, que favorecen a los pobres del campo y de la ciudad, que
aumentan las oportunidades de trabajo, los mercados y agroindustrias locales,
sin riesgos para la salud y el ambiente, y mucho más económicas y éticas.
* Por encomienda de la Vía Campesina, este
documento fue entregado al Papa Francisco, el 30 de abril de 2014, por Ana
María Primavesi, Andrés E. Carrasco, Elena Álvarez-Buylla, Pat Mooney, Paulo
Kageyama, Rubens Nodari, Vandana Shiva y Vanderley Pignati
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[1] Impactos evidenciados claramente en el caso de las poblaciones
directamente afectadas por el aumento del uso agrotóxicos en zonas de cultivos
transgénicos. Adicionalmente, existen numerosos estudios que sugieren otros
impactos en la salud humana, extrapolados de resultados de experimentos con
animales de laboratorio.
[2]Muy especialmente en su obra No está en los genes, (2009),
Lewontin ha denunciado las carencias teóricas del reduccionismo genético.