Grain
Es común escuchar a las personas que viven de la ganadería hablar de las
dificultades que tienen para salir adelante con su oficio. Y, aun así, suelen
decir que debería comerse menos carne. ¿Va en contra de su negocio? No, se
refieren a la carne que habitualmente se consume, barata e industrializada,
muy diferente a la de modelos como el suyo, desde los ecológicos a los
convencionales, pero siempre a pequeña escala, con buen trato a los animales
y en contacto con la tierra. En este artículo se argumenta la sabiduría de su
propuesta.
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LA PARADOJA DEL HUEVO O LA
GALLINA
El gráfico que ilustra la
evolución de la producción mundial de carne desde la década de los sesenta
hasta la actualidad es una línea creciente que quintuplica la cifra de partida.
Esta progresión siempre se relaciona con el incremento de la demanda, fundamentalmente
por el aumento de los ingresos de las familias en los llamados «países en
desarrollo», ya que las grandes cifras muestran que existe una correlación
positiva entre la evolución de los ingresos y el consumo de carne. Sin embargo,
si desgranamos estas grandes cifras y vemos los diferentes elementos que las
componen, por ejemplo, el tipo de carne consumida; observamos que el mayor
incremento se da en las carnes de pollo y cerdo, es decir, en aquellas carnes
de menor precio procedentes fundamentalmente de sistemas de ganadería
industrial. Si, por otro lado, cruzamos estos datos con las ayudas que
instituciones como el Banco Mundial han otorgado a los «países en desarrollo»,
comprobamos que muchas de ellas van destinadas a la instalación de macrogranjas
de pollo y cerdo, como estrategia de promoción del «desarrollo» en dichos
países.
La cercanía temporal entre el
incremento de la producción y el del consumo es tan grande que realmente cuesta
saber qué fue antes, si la producción o la demanda. En cualquier caso, queda
claro que no podemos aseverar que el incremento de producción responde
exclusivamente a un incremento de la demanda. Es un hecho multicausal y la
puesta en el mercado de carne barata de pollo y cerdo por los organismos
multilaterales también ha desempeñado un papel relevante. Nos encontramos, por
tanto, ante la paradoja del huevo y la gallina.
RESPONSABILIDAD DE LA
INDUSTRIA CÁRNICA EN EL PAISAJE GLOBAL
En cualquier caso, inducido o
no, el consumo actual de carne barata proveniente de modelos productivos
industriales es, en general, muy elevado y sus consecuencias en la salud humana
son irrefutables. Está demostrado que rebajar el consumo de carne disminuye a
un 34 % el riesgo de padecer cáncer de colon, enfermedades cardíacas y pulmonares,[1] lo que
reduciría la mortalidad mundial un 6-10 % para el 2050, y se traduciría en un
ahorro de 735 mil millones de dólares anuales en costos sanitarios.[2]
Pero, además, el modelo de
producción intensiva de carne es un continuo de nefastas implicaciones que
empieza en la deforestación de territorios para dar paso a la entrada de ganadería,
pero sobre todo para dar espacio a los monocultivos que la alimentarán, entre
los que destacan la soja y el maíz, ambos transgénicos y que en países como
Argentina o Paraguay ya ocupan más de la mitad de los terrenos cultivables. De
hecho, actualmente más de una tercera parte de los cereales producidos en el
mundo se usa para alimentar al ganado estabulado en lugar de alimentar
directamente a las personas. De esta forma, más de un 40 % de la tierra fértil
se dedica, directa o indirectamente a la ganadería.
Sabemos que las condiciones de
engorde y confinamiento representan un atentado contra el bienestar animal y
las medidas de mejora que se van introduciendo aún dejan mucho que desear.
También sabemos que estas condiciones son el caldo de cultivo donde se originan
graves crisis alimentarias como la de las vacas locas, los casos de
contaminación con E. coli, la gripe A o los repetidos brotes de gripe
aviar. Sin olvidarnos de problemas asociados, como el abuso en el suministro de
antibióticos a los animales en muchas de estas macrogranjas (en EE. UU. se
aplican cuatro veces más antibióticos al ganado que a las personas).[3] En
parte, esta práctica es la responsable de la resistencia a los antibióticos que
se está generando en el uso médico humano y que es la causa de que mueran cada
año unas 25.000 personas solo en Europa.
También queda muy claro que
tanta ganadería no asociada a la disponibilidad de tierra genera un grave
problema medioambiental al no poder gestionarse correctamente los purines.[4] En el
caso del Estado español solo la industria porcina produce cada año más de 60 millones
de metros cúbicos de purines que sin poder ser absorbidos por la tierra acaban
contaminando fuentes, manantiales y acuíferos. Cada año el Grup de Defensa del
Ter analiza las fuentes de la comarca de Osona, donde tiene una gran presencia
este modelo de macrogranjas de cerdos, y sus resultados se repiten: el 40 % de
las fuentes tiene nitratos por encima del valor límite que marca la
Organización Mundial de la Salud (OMS).
Acabemos con esta larga lista
centrándonos en sus responsabilidades en el cambio climático. En concreto, la
Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO)
señala que la producción de carne genera mayor emisión de gases con efecto
invernadero que todo el transporte mundial. También calcula que, si no hacemos
nada al respecto, las emisiones del sector aumentarán un 30 % más de aquí al
2050.[5] No
es posible continuar por este camino sin rebasar el objetivo establecido por
los gobiernos en la Cumbre del Clima de París en 2015, que es de 2 ºC para el
año 2050. Reducir la producción y consumo de carnes y lácteos es un imperativo,
especialmente en EE. UU., Europa y otras naciones ricas que llevan décadas
subsidiando la producción industrial de carnes y lácteos. Las leyes en estos
países han generado ganancias astronómicas para las corporaciones, erosionando
la salud de sus poblaciones mientras dañan las condiciones climáticas del
planeta.
EL CONSUMO DE CARNE DESDE UN PUNTO DE VISTA METABÓLICO
Eduardo Aguilera
Laboratorio de Historia de
los Agroecosistemas, Universidad Pablo de Olavide, Sevilla
En la agricultura
tradicional predominaba un modelo agrosilvopastoril en el que los usos del
territorio estaban fuertemente integrados y los animales cumplían importantes
funciones, proporcionando la energía de tiro y una fuente de fertilización. A
mediados del siglo XX se aceleró la industrialización de la agricultura
española, pasando a un modelo basado en el uso de insumos de origen fósil y
la apertura internacional. En particular, la entrada masiva de piensos, sobre
todo soja de Latinoamérica, permitió un hiperdesarrollo de la cabaña ganadera
estabulada. Esta cabaña se hacía cada vez más «eficiente» en la producción de
carne, leche y huevos por unidad de alimento consumida (y de trabajo humano
invertida), pero con múltiples costes no contabilizados. Algunos de ellos son
directos, como el sufrimiento animal o el abuso de químicos en las
explotaciones, y otros son indirectos, como desvela el análisis metabólico,
que estudia los flujos biofísicos (energía, materiales, emisiones) en la
naturaleza y la sociedad.
El estudio del metabolismo
de la agricultura española muestra:
o Desacoplamiento
entre la biomasa producida y la consumida, es decir, el consumo de pienso
concentrado creció por encima de la capacidad del territorio de abastecerlo,
externalizando los impactos de su producción fuera del Estado y, dentro de
él, ocasionando problemas derivados del abandono del monte.
o Fuerte
dependencia de la energía no renovable, lo que es especialmente preocupante
en un contexto de pico del petróleo y cambio climático.
o Incremento
de pérdidas de nitrógeno y otros nutrientes por el aumento en el uso de
fertilizantes químicos y en la concentración de animales en áreas
especializadas en la ganadería industrial, con impactos sobre los ecosistemas
locales, el clima y la salud humana.
o Multiplicación
de gases de efecto invernadero.
Estos cambios son la
respuesta a la demanda de productos de origen animal que se incrementó un 330
% en el último siglo. La ganadería industrial es inadmisible desde un punto
de vista ético y ambiental, pero la ganadería extensiva, la vinculada al
territorio, no puede abastecer el voraz apetito carnívoro de nuestra
sociedad. Sí que podría, en cambio, desarrollarse mucho más de lo que está
ahora, combinando conocimiento tradicional y científico para recuperar las
funciones ecológicas de estos animales y su uso como complemento de una dieta
humana mayoritariamente vegetal.
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CULPAR A LA PEQUEÑA PRODUCCIÓN
Todos estos efectos nos
obligan a reconsiderar con urgencia el modelo de producción ganadera y para
ello es fundamental la precisión y la insistencia en que esta problemática se
deriva de un modelo de producción concreto que potencia las granjas enormes de
gallinas, cerdos o vacas, alimentados mayoritariamente con piensos, que en la
mayoría de los casos no ven la luz y acaban siendo sacrificados en lejanos
mataderos centralizados. Su carne, leche o huevos se comercializa en las
grandes superficies o en la restauración de comida rápida.
A pesar de ello, es
preocupante cómo se generaliza y se culpa de estos efectos —especialmente el
climático— también a la ganadería a pequeña escala o extensiva, que practica un
manejo totalmente diferente, con una cantidad de animales a los que sí puede garantizar
una parte de su alimentación con pastos o ensilados. De hecho, fruto de una
presión intensa de la industria pecuaria sobre la FAO y otras agencias de la
ONU, se está imponiendo la medición de la emisión de gases con efecto
invernadero a partir de la llamada «intensidad de emisión». Con esta fórmula se
miden las emisiones con base en unidades de producción (por kilo de carne,
litro de leche o unidad de proteína). Con este método de cálculo, como los
animales criados de manera intensiva son mucho más productivos, tienen menor
«intensidad de emisión» que los animales criados de forma tradicional, que
crecen según su ritmo natural, ya que no consumen alimentos de alto contenido
proteico, como los piensos, ni antibióticos ni hormonas como estimuladores de
crecimiento, a diferencia de la ganadería intensiva y que, además, tiene muchos
más usos. De esta manera, el mensaje final que la industria quiere dar es que
las pequeñas fincas tradicionales sufren una «brecha en intensidad de emisión»
y deben transitar hacia una «intensificación sustentable» o, de manera más
amplia, hacia una «agricultura climáticamente inteligente».
Cuando se trata de ganado
bovino, las «trampas contables» en favor de los modelos industrializados aún
son más graves pues es frecuente que quienes diseñan las políticas no tomen en
cuenta en sus cálculos la capacidad de almacenamiento de carbono de las
praderas naturales. En su informe de 2013 sobre ganado y clima, la FAO explica
que no puede calcular los cambios en el volumen del carbono en el suelo en
praderas permanentes «debido a la falta de bases de datos y modelos globales».
Si bien es cierto que no son cálculos fáciles, obviarlos es una manera de
subestimar la capacidad significativa de absorción del carbono del aire que
tienen las praderas con pasto para ganado bien manejadas. Las investigaciones
de GRAIN han demostrado que, si con las políticas e incentivos correctos, se
recuperara el nivel de materia orgánica en pasto, praderas y otros suelos
agrícolas de hace unos cincuenta años, se conseguiría reducir el 24-30 % de las
emisiones globales de hoy. Por el contrario, si obedeciendo a las demandas de
la ganadería industrial, se sigue acabando con estas praderas —que hoy cubren
una cuarta parte de la superficie de la tierra, dos tercios de la tierra
agrícola— para establecer cultivos que alimenten a animales sin acceso a la
tierra, las consecuencias climáticas y ecológicas serán considerables. Solo en
los EE. UU., entre 2009 y 2015, 21 millones de hectáreas de praderas se
convirtieron a la producción de cultivos y muchas de ellas se destinaron a
suministrar pienso para la ganadería industrial, liberando tanto carbono hacia
la atmósfera como ¡670 millones más de vehículos en las autopistas![6]
Pero el problema más
importante es que el modelo de cálculo de «intensidad de emisiones», que ahora
incentivan las empresas productoras de carne y lácteos como base para las
políticas nacionales, además de parcial y falseado es muy reduccionista, pues
deja completamente de lado otros aspectos ambientales y todas aquellas
repercusiones sociales, de salud y bienestar de los animales, en los que la
agricultura mixta y la ganadería a pequeña escala se demuestran muchísimo más
ventajosas. No son aceptables estas políticas que desde «retoques técnicos» no
abordan la necesidad de alejarse de la producción industrial de carne y
lácteos, cargando de manera injusta la reducción de las emisiones sobre las
pequeñas fincas, que no tienen responsabilidad en la crisis climática.
EL DINERO QUE ALIMENTA A LA
INDUSTRIA CÁRNICA
Si queremos lograr un impacto
significativo sobre el cambio climático, hay que tener claro que la carne y los
lácteos industriales son el verdadero problema. Es importante y bienvenido el
apoyo para que la producción a pequeña escala adopte métodos sostenibles, pero
al mismo tiempo el esfuerzo por reducir el consumo y la producción de carne y
lácteos debe concentrarse especialmente en Norteamérica y Europa, junto a
algunos países de América Latina, como Brasil, ya que son las grandes maquinarias
las que mueven la ganadería industrial.
Sin embargo, los esfuerzos por
atacar el problema chocan con una resistencia agresiva por parte de las
corporaciones productoras de carne y lácteos, debido al enorme volumen de
beneficios que mueven. «Me han presionado por sugerir que las personas consuman
menos carne», señala Rajendra Pachauri, presidente del Panel Intergubernamental
sobre Cambio Climático (IPCC) entre 2002 y 2015. La FAO fue criticada por la
industria de la carne tras publicar un informe en 2006 donde se decía que la
ganadería participa con 18 % de las emisiones globales de gases con efecto de
invernadero. «Ustedes no creerían cuánto nos atacaron», señala Samuel Jutzi,
director de la división de producción y salud animal de la FAO.[7]
Como se apuntaba al principio,
entre las causas de este sobreconsumo de carne y lácteos industriales están los
subsidios enormes que hacen posibles precios tan baratos. En 2013, los países
de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE)
repartieron 53.000 millones de dólares a la industria productora de carne. Por
su parte, la Unión Europea pagó 731 millones de dólares solamente a su
industria de ganado vacuno[8] y, el
mismo año, el Departamento de Agricultura estadounidense pagó más de 500
millones de dólares a solo 62 empresas (incluyendo la multinacional Tyson
Foods) para conseguir colocar carne y lácteos en las bandejas de comida de las
escuelas.[9]
Principales
compañías productoras de carne del mundo (2014)
Las
compañías avícolas más grandes del mundo (2014)
Fuente: WATT Global Media, «Strong market outlook for world’s poultry producers», Poultry International, noviembre de 2015. |
Compañías
productoras de cerdo más grandes del mundo (2014)
Fuente: WATT Global Media & Pig International, «World’s top 10 pig producers», 18 de noviembre de 2015. |
De la misma manera un 60 % de
las ayudas directas de la PAC en el Estado español se dedican directamente a la
ganadería industrial o a los piensos que esta requiere, cifras muy similares a
los subsidios agrícolas de EE. UU., donde casi dos tercios se destinan a la
carne y los lácteos, gran parte a través de la producción de alimento animal.
Además, si observamos las
medidas que regulan los flujos de comercialización de estos alimentos debemos
poner atención en cómo los grandes acuerdos comerciales entre los principales
bloques comerciales, como el TTIP, el CETA o el TPP, impulsan la expansión de
la ganadería industrial. Estos acuerdos promueven artificialmente la producción
y el consumo de carne y lácteos baratos a partir de la disminución de los
aranceles que protegen a la producción local, con armonizaciones de las medidas
higiénico-sanitarias que benefician a la industria y con mecanismos de solución
de disputas Estado-inversor (ISDS, por sus siglas en inglés) que podrían, por
ejemplo, sancionar a un gobierno si eleva los impuestos sobre el consumo de
carne industrial.
Es necesario revertir
urgentemente la presión de las cadenas de valor consagradas en las dinámicas de
los grandes acuerdos de comercio global, acabar con las subvenciones a la carne
industrial y conseguir que la industria pague por el daño social y ambiental
que ha ocasionado. Tenemos que ser conscientes de esto y redirigir las
inversiones y las políticas hacia el apoyo a los mercados locales de productos
procedentes de la ganadería sostenible y a pequeña escala.
NOTAS:
Grain.org
[1] Kris Murray, «How eating less meat
could help prevent extinction, climate change, cancer and the next pandemic»,
Grantham Institute, Imperial College, Londres, 20 de septiembre de 2016. Disponible
en granthaminstitute.wordpress.com
[2] Marco Springman et al. «Analysis
and valuation of the health and climate change co-benefits of dietary change»,
Proceedings of the National Academy of Sciences, 12 de abril de 2016.
[3] Grain. «USA: The meat industry now
consumes four-fifths of all antibiotics». Disponible en línea
[4] «¿Un
país para cerdos? Un nuevo informe desvela los impactos de la industria
española del porcino». Disponible
en veterinariossinfronteras.org
[5] Agriculture, Forestry and Other
Land Use Emissions by Sources and Removals by Sinks. Disponible en PDF
[6] World Wildlife Fund, «Plowprint
Report», 2016. Disponible en PDF
[7] Robert
Goodland Memorial Lecture, Banco Mundial, 6 de mayo, 2014. Disponible en
YouTube
[8] Rob Bailey et al., Livestock –
climate change’s forgotten sector, Londres: Chatham House, diciembre 2014. Disponible
en línea
[9] Physicians Committee for
Responsible Medicine, «Who’s making money from overweight kids?». Verano
2015. Disponible en PDF
Grain.org
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