Bernard Mommer
Fuente: http://alainet.org/active/67544
Resumen: El capitalismo se encontró con la tenencia de la
tierra y la renta que conllevaba, como un legado histórico. Era perentorio
subordinarla al mercado y reducir su importancia, lo que en buena parte se
logró recurriendo a la importación de víveres y materias primas. Sin embargo,
surgieron así Estados terratenientes que inevitablemente iban a reclamar
sus derechos soberanos. Los países consumidores respondieron con una política de
minimizar tales derechos, la que en la actualidad se manifiesta en una soberanía
arbitrada.
Los
recursos naturales en las ciencias económicas modernas
Primero
quisiera comentar el tema de los recursos naturales y el desarrollo del
capitalismo desde el punto de vista de las ciencias económicas modernas,
volviendo brevemente a sus raíces en la economía política del siglo XVIII y
XIX. Al inicio se encontraba la escuela francesa de los fisiócratas, los que
conocían –hablando el lenguaje de hoy– solamente dos factores de producción:
tierra y trabajo. A los fisiócratas les siguió la escuela inglesa, que ya
conocía tres factores de producción: capital, tierra y trabajo. De esta última
escuela surgieron luego las ciencias económicas modernas, con las cuales los
factores de producción han vuelto a reducirse a dos: capital y trabajo. La
tierra ya no tenía espacio propio en las ciencias económicas del presente.
Veamos
cómo se produjo esta reducción, limitándonos estrictamente a la perspectiva que
nos interesa aquí. Adam Smith, en su obra principalísima, La Riqueza de las
Naciones (1776), sostenía que los terratenientes como clase ejercían
un poder monopólico suficiente para imponer una renta de la tierra
monopólica, por lo menos en el caso del producto principal de la época, los
cereales, lo que explicaba en buena parte su carestía. Cuarenta años más tarde,
David Ricardo, en los Principios de Economía Política y Tributación
(1817), desde la primera página de su Introducción empezó a polemizar
sobre este punto con Smith. Ricardo sostenía que la fuerza de la competencia
anularía el monopolio de propiedad de la clase de los terratenientes, de
manera que la renta de la tierra sólo consistiría de rentas diferenciales (lo
que hoy llamamos precisamente rentas ricardianas). En consecuencia, la
nacionalización de la tierra no provocaría ninguna baja de los precios de los
cereales; en cambio, el Estado sí podría gravar la renta de la tierra sin
consecuencia en cuanto a la oferta, ya que la competencia forzaría a los terratenientes
a conformarse con el remanente. El capital y el trabajo se beneficiarían
entonces de una baja correspondiente en sus niveles impositivos.
Para
Ricardo, el capitalismo ya había sometido la tenencia de la tierra a sus leyes,
y no faltaba más. La libre competencia y los impuestos de alguna manera
terminarían por convertir a los recursos naturales en un don libre de la
naturaleza, a la libre disposición del capital. El producto, en definitiva, se
lo dividirían el capital y el trabajo.
Pero cabe
añadir unas palabras sobre la minería (y el petróleo), no sólo por su
importancia en el comercio internacional, sino porque en este caso, la
propiedad pública ha jugado un papel de primera importancia. Las razones fueron
expuestas, con elocuencia francesa, por el Conde de Mirabeau a la Asamblea
Nacional francesa, en 1791, cuando se discutió la primera Ley de Minas emanada
de la Revolución. Él arguyó de manera convincente que entre más profundas
fueran las minas, más absurdo sería identificar los derechos de propiedad sobre
la superficie con los derechos de propiedad sobre los yacimientos mineros. Por
consideraciones eminentemente prácticas, convenía tratarlos por separado. Estos
minerales se debían declarar de propiedad pública –y de utilidad pública, para
garantizar su libre acceso por la superficie– para luego asignar los derechos
de su exploración y explotación a las compañías mineras mediante concesiones.
En la minería, el ideal capitalista de los recursos naturales como don libre de
la naturaleza se cumpliría entonces a la perfección, en tanto que el Estado
tendría todos los derechos sobre la renta de la tierra. Pero ésta nunca se
manifestaría bajo otra forma que de impuestos (por tratarse del Estado),
y el capital y el trabajo se beneficiarían de una reducción correspondiente en
sus gravámenes.
Las
ciencias económicas modernas adoptaron la posición de Ricardo y, de hecho, la
generalizaron. Suponen que en condiciones de competencia perfecta la propiedad
en general no importa; sólo importan los costos. Y los recursos
naturales, por definición, no tienen costos (son medios de producción no
producidos, para usar la terminología de Piero Sraffa). De manera que en las
ciencias económicas modernas, los recursos naturales no tienen cabida; en
cambio, el capital y el trabajo sí tienen costos de producción. Para la ciencia
económica, si la propiedad interviene en la formación de precios, lo hace como
una manifestación de competencia imperfecta, de cárteles y monopolios.
Los
recursos naturales y la economía internacional
En
realidad, toda esta discusión se desarrolló en un ambiente nacional, y
las soluciones sugeridas para superar la tenencia de la tierra como obstáculo
al desarrollo capitalista siempre tuvieron carácter de nacionales.
Empero, supongamos que un recurso natural se explote en función del comercio
internacional; y supongamos que el recurso natural sea de propiedad pública y
el Estado del país exportador siga la receta indicada por Ricardo; es decir, el
Estado recauda las ganancias extraordinarias correspondientes. En estas
circunstancias, el Estado exportador recauda una renta de la tierra internacional,
de la cual se beneficiarán sus propios ciudadanos –además que éstos siempre
disfrutarán en el mercado doméstico del recurso natural como un don libre de la
naturaleza– y no los ciudadanos de los países importadores (para los cuales la
situación genera resultados similares a los que se producirían si los recursos
fueran de propiedad privada). En otras palabras, si bien el capitalismo logró
superar de alguna manera el obstáculo de la renta de la tierra dentro de
sus fronteras nacionales respectivas, éste no fue el caso en el ámbito
internacional. La división de la faz de la tierra en Estados nacionales, territoriales,
en el siglo XX hizo resurgir el problema, con el agravante de que los Estados
como terratenientes tienen toda la pretensión de ser soberanos. La respuesta
del capitalismo internacional, no puede sorprendernos, fue buscar vías y medios
para limitar los derechos soberanos de los países exportadores en cuestión.
De la
soberanía permanente a la soberanía arbitrada
Medio
Oriente, África y Asia
La
solución más radical en este sentido –en el Medio Oriente, África y Asia– fue
el colonialismo, el cual negaba a estos países, simple y llanamente, todos sus
derechos soberanos. En segúndo lugar, vinieron los arreglos con gobiernos
locales débiles, a los cuales se les impusieron contratos de concesión en los
que no sólo se fijaron los pagos que podrían corresponder a la renta de la
tierra, sino también los impuestos generales (los cuales se congelaron por la
duración de las concesiones, usualmente cincuenta años o más). En caso de
desavenencias entre las concesionarias y el Estado, éstas habrían de dirimirse
mediante arbitrajes internacionales, sobre la base de los “principios generales
del derecho de las naciones civilizadas”.
La
reacción de los países afectados, después de la Segunda Guerra Mundial y en el
contexto de las Naciones Unidas, consistió en reclamar su ‘soberanía permanente’. El fundamento de esta postura era la idea que la soberanía
no era enajenable en una relación contractual con un ente privado.
América
Latina
En
América Latina, la situación fue un tanto diferente, ya que nuestro proceso de
descolonización fue más temprano aunque sí hay casos excepcionales; el más
importante entre ellos, probablemente, es el caso de Las Malvinas que sigue
enfrentando Argentina con Gran Bretaña. No obstante, en general, con la
descolonización se llegó a aplicar la ‘Doctrina Calvo’, doctrina ésta que
exigía que los inversionistas extranjeros, en casos de desavenencias, tenían
que agotar las instancias jurídicas locales. Así, por ejemplo, las concesiones
petroleras en Venezuela, desde el principio, estuvieron sujetas a la
legislación y jurisdicción nacionales, excluyéndose expresamente la
intervención diplomática extranjera.
No
obstante, estas concesiones revestían originalmente la forma de contratos,
y comprometían también a los impuestos generales por toda su duración
(de entre treinta y cincuenta años). Cuando el Estado venezolano posteriormente
intentó imponer aranceles de importación a las petroleras, éstas recurrieron a
la Corte Federal y de Casación venezolana la cual, por lo general, falló
a su favor. Sin embargo, Venezuela aprovechó la Segunda Guerra Mundial –cuando
el petróleo venezolano tuvo una importancia absolutamente extraordinaria– para
obligar a las compañías a aceptar lo que se conoce como la Reforma Petrolera de
1943. El otorgamiento de las concesiones se convirtió en un acto
administrativo, del derecho público, y si bien las rentas y regalías acordadas
se reconocieron como inherentes al título de concesión, las concesionarias
tuvieron que reconocer explícitamente el carácter soberano de los impuestos
generales. De hecho, este mismo año entró en vigencia la primera Ley de
Impuesto sobre la Renta (Ingreso) venezolana.
En aquel
momento, el nivel de rentas y regalías en Venezuela era esencialmente el mismo
que prevalecía en las tierras marginales en EEUU –país donde prevalece la
propiedad privada mineral– y, además, las concesionarias pagaban un impuesto
sobre la renta (ingreso) a la misma tasa efectiva que en los EEUU. Aún así, el
petróleo después de la Segunda Guerra Mundial se convirtió en una prodigiosa
fuente rentística internacional, y Venezuela se convirtió en el país petrolero
por excelencia. En cambio, en los EEUU, la carga que representaba la renta de
la tierra en la producción petrolera nacional para el capital y el trabajo
nacionales, se vio mitigada por la creciente importancia de las tierras
públicas en la producción petrolera estadounidense.
Pero las
compañías mineras no se dieron por vencidas, ni en Venezuela, ni en otros
países de América Latina. Siempre presionaron por arreglos que limitaran los
derechos soberanos en materia impositiva. En Venezuela, este propósito
constituyó el trasfondo del arreglo fifty-fifty, llamado así porque la
suma de las rentas y regalías y el impuesto sobre la renta (ingreso) equivalía
al cincuenta por ciento de las ganancias brutas. Implementado en 1948 por una
reforma a la Ley de Impuesto sobre la Renta, las compañías lo aplicaron voluntariamente
de forma retroactiva a los años 1946 y 1947, con lo cual buscaban
simular la existencia de un acuerdo mediante el cual una tasa
determinada del impuesto sobre la renta supuestamente formaría parte, al igual
que las rentas y regalías, de los derechos inherentes al título de concesión.
Sin
embargo, los niveles impositivos venezolanos eran muy bajos, si se toma en
cuenta que los yacimientos venezolanos eran mucho más productivos que los
estadounidenses. En otras palabras, existía una renta ricardiana muy alta a
favor del petróleo venezolano. Pero cuando en diciembre de 1958 el gobierno
venezolano se atrevió a subir el impuesto sobre la renta por encima del nivel
estadounidense, la Exxon –la cual producía entonces el 50% del total nacional–
formó un gran escándalo, reclamó lo que consideraba una lesión a sus ‘derechos
adquiridos’ y exigió que el Estado venezolano negociara con las
concesionarias tal reforma legislativa. Y, desde luego, amenazó con
represalias, las que se materializaron finalmente en que el gobierno
estadounidense limitara el acceso del petróleo venezolano al mercado
estadounidense, al no dar a Venezuela ningún trato especial tras la adopción de
un sistema de cuotas de importación.
La
‘Revolución de la OPEP’
Entre
todos los países miembros de la OPEP (fundada en 1960 para defender la renta
por barril amenazada por la tendencia a la baja de los precios internacionales
del petróleo), Venezuela era el único país cabalmente soberano en materia
petrolera. Los demás países miembros seguían con sus contratos de concesión
sujetos al arbitraje internacional sobre la base de los “principios generales
del derecho de las naciones civilizadas”. Y no sólo figuraban las rentas y
regalías dentro de estos contratos, sino también los impuestos generales; en
particular, figuraba allí un impuesto sobre la renta mediante el cual se
definía un reparto fifty-fifty de la ganancia bruta. Pero la
productividad natural de los yacimientos en estos países era, a su vez, un
múltiplo de la de Venezuela, y la renta ricardiana en comparación con los
yacimientos de EEUU era simplemente fabulosa. De allí que, a lo largo de los
años 1960, todos estos países negociaran con las concesionarias un
aumento de los niveles impositivos, con cierto éxito. Pero con el cambio
favorable de la coyuntura en el mercado mundial del petróleo a principios de
los años 1970, los éxitos se volvieron mayúsculos e irrumpieron en los
titulares de la prensa internacional: el mundo se enteró así de los Acuerdos de
Nueva York, de Teherán, de Trípoli, de Lagos. Sin embargo, nunca hubo necesidad
de un ‘Acuerdo de Caracas’, porque la soberana Venezuela no negociaba, sino que
legislaba. Finalmente, en diciembre de 1973, en circunstancias extraordinarias,
todos los países miembros de la OPEP pusieron fin a las negociaciones. Ya no
argüirían por una ‘soberanía permanente’, un derecho permanente de renegociar,
sino que simplemente establecieron sus derechos soberanos de legislar en esta
materia, siguiendo el ejemplo venezolano.
Tratados
Bilaterales de Inversión
El
desenlace de la ‘Revolución de la OPEP’ fue la nacionalización de las
concesionarias. Nunca más estas compañías transnacionales volverían a tener la
importancia que tuvieron antes. Fueron derrotadas, y ya no pudieron cumplir con
su papel de defender los intereses de los países consumidores. En efecto, al
enfrentarse a la renta de la tierra, estas compañías no sólo defendían sus
ganancias extraordinarias, sino también los intereses que los países
consumidores tenían en rentas de la tierra más bajas. Con su derrota, los
poderosos países consumidores tuvieron que asumir directamente la defensa de
sus intereses, y lo hicieron con un éxito notable.
Así, por
ejemplo, a una distancia de apenas veinte años de la Revolución OPEP, en 1993,
Venezuela ratificó el primer tratado bilateral de inversión (TBI) con Holanda,
con el cual se concedió a los inversionistas holandeses en Venezuela el derecho
de ir al arbitraje internacional en contra de la República, si así lo desearan;
y, desde luego, los inversionistas venezolanos en Holanda podrían ir al
arbitraje internacional en contra del Reino de Holanda. Obsérvese que
formalmente no eran los inversionistas los que exigían el arbitraje
internacional, sino que los gobiernos ofrecieron, unilateral e
incondicionalmente, tal posibilidad. Los inversionistas, venido el caso, todo
lo que tienen que hacer, es mandar una carta al gobierno respectivo mediante la
cual comunicarían su disposición de aceptar tal oferta, para iniciar entonces
el procedimiento correspondiente al arbitraje internacional. Los
inversionistas, en cambio, no consintieron al arbitraje en su contra: no
eran partes de tal Tratado. Los Estados, por definición, siempre son los
demandados, y los inversionistas los demandantes.
Ahora
bien, el detalle que más nos interesa aquí es la definición del término
‘inversiones’ en este TBI:
El
término “inversiones” comprenderá todos los tipos de activos y, de manera más
particular pero no exclusiva:
…derechos
otorgados bajo el derecho público, incluyendo derechos para la prospección,
exploración, extracción y explotación de recursos naturales.1
De manera
que el más elemental de todos los actos soberanos, la disposición sobre el
territorio nacional y sus partes integrantes, se sujetó al arbitraje
internacional. Y en cuanto al carácter bilateral de semejante tratado, no nos
equivoquemos: es tan bilateral como una puerta oscilante sin llave. Una empresa
califica como holandesa por la legislación holandesa, y de acuerdo con ésta
todo lo que se requiere es un apartado postal en Holanda y un bufete cualquiera
de abogados que se ocupe de cumplir con los requisitos mínimos de la ley
holandesa. Así, en Venezuela se han presentado como inversionistas holandeses
la italiana ENI; las estadounidenses Conoco, Chevron y ExxonMobil; la china
CNPC, la noruega Statoil, y hasta la Royal Dutch-Shell.
Si bien
por causas circunstanciales Venezuela denunció el Tratado Holandés en 2008, en
este momento siguen vigentes veintitrés TBIs. El último se ratificó en 2009,
con la Federación Rusa. En la definición de lo que califica como ‘inversión’,
se incluye:
Derechos
conferidos por la legislación… para llevar a cabo actividades comerciales
relacionadas, en particular, pero no exclusivamente, a la exploración, al
desarrollo, a la extracción y a la explotación de recursos naturales.2
En otras
palabras, con los TBIs se repudió, de manera radical, la Doctrina Calvo de
antaño. De cierta manera, la Doctrina Calvo ahora está funcionando al revés. En
los años 1990, el gobierno venezolano favoreció a unas empresas privadas
nacionales, venezolanas, como inversionistas en el sector petrolero. Pero todas
ellas –y me atrevo a decir, sin excepción– jurídicamente se convirtieron en
seguida en empresas extranjeras, con una nacionalidad que corresponde a uno de
los veintitrés TBIs vigentes.
UNASUR
En los
países que conforman UNASUR están actualmente vigentes 266 TBIs, y en la
abrumadora mayoría de los mismos la definición de lo que es una ‘inversión’
cubierta por el tratado respectivo incluye el derecho de acceso a los recursos
naturales. Pero sí hay una excepción, un país miembro que no ha ratificado ni
un solo TBI, ni tratado multilateral parecido, que escapa así –¿todavía?– a la
soberanía arbitrada: Brasil. Y no es que el gobierno de Brasil no haya
negociado y firmado unos cuantos de estos tratados, pero el poder legislativo
nunca los aprobó.
Así, de
manera semejante a lo que ocurrió en los libros de texto de economía, con los
TBIs desaparecieron de vista los recursos naturales. El Estado otorgante de los
derechos de acceso a tales recursos, se subordinó al capital de una forma tan
contundente que cualquier controversia entre las dos partes se califica de
disputa de inversión. Más aún, si se llega a una controversia, la falta tiene
que ser del Estado: el Estado, sistemáticamente, es el acusado, mientras que el
inversionista sólo defiende sus ‘legítimos’ intereses.
El régimen fiscal
Desde
luego, de lo que se trataba en última instancia, era convertir a los recursos
naturales en dones libres de la naturaleza, cambiar su estatus de una propiedad
nacional a una propiedad global, a la libre disposición del capital
internacional. También en este respecto, la ‘Revolución de la OPEP’ obligó a
los países consumidores a repensar la situación. El liderazgo lo asumió –una
vez más– Gran Bretaña, implementando un novísimo régimen fiscal en la más
importante de las provincias petroleras que surgieron en los años 1970, que era
precisamente el Mar del Norte Británico.
Primero
se aplicó un nuevo concepto de renta ricardiana. Ésta se determinaría ahora por
una contabilidad especial que se extendería sobre la vida útil de la licencia
(concesión), mediante la cual, antes de recaudar ganancias extraordinarias,
siempre se le daría al licenciatario (concesionario) la oportunidad de
invertirla primero y así, entonces, no tener que pagar el impuesto a la
ganancia extraordinaria. Más aún, si en años posteriores surgieran pérdidas,
entonces el gobierno británico devolvería al licenciatario lo que, en
retrospectiva, había pagado de más.
Segundo
se atacó de frente a la renta monopólica que, en las industrias extractivas,
era particularmente fácil de determinar por su forma: una regalía usual de un
octavo. La regalía se eliminó por completo en el transcurso de veinte años. De
manera que en Gran Bretaña, los yacimientos menos productivos llegaron a no
pagar ni rentas ni regalía, ni tampoco impuestos a la ganancia extraordinaria.
El recurso natural era simplemente un don libre de la naturaleza.
Los
países consumidores y sus instituciones internacionales correspondientes
propagaron este régimen fiscal a lo largo y ancho de todos los países
productores, exportadores o no, con ciertas variaciones de acuerdo con las
circunstancias del país en cuestión. En Venezuela, por ejemplo, a mediados de
la década de los noventa surgieron convenios de asociación, en los cuales se
acordó una regalía variable hacia abajo, hasta un mínimo de uno por ciento, de
acuerdo con las expectativas de los asociados –la compañía petrolera
nacional y los inversionistas extranjeros– en cuanto a la tasa interna de
retorno (TIR). Este mecanismo se activaría con la expectativa de los socios de
una TIR menor al 20%.
Además,
desde los años 1990, la compañía petrolera nacional venezolana escapó a la
tradicionalmente exclusiva jurisdicción nacional y se sometió al arbitraje
internacional en caso de desavenencias con sus socios privados. De manera que
estos socios no sólo tienen el derecho a demandar al Estado en tribunales
internacionales de arbitraje, de acuerdo con los TBIs correspondientes, sino
además a su socio estatal de acuerdo a los convenios de asociación suscritos.
Ello, desde luego con la misma intención, de comprometerlo con un régimen
fiscal diseñado con el propósito de minimizar la renta petrolera fiscal, de
maximizar la inversión primero y la tasa de ganancia después y, por ende, de
maximizar la producción.
El
atractivo para los consumidores globales de dichos regímenes fiscales es muy
claro: los precios terminarían siendo menores por no cargar con un componente
rentístico.
Conclusiones
En su
forma más elemental, la soberanía se reduce al poder y, en consecuencia, al
derecho a otorgar o negar el acceso al territorio nacional y sus diversos
componentes. No existe otra manera de posesionarse de un lote de tierra o de un
componente particular del territorio nacional que no sea a través del poder
soberano. Una vez otorgados tales derechos de acceso, sin embargo, éstos
todavía están sujetos al derecho del dominio eminente del soberano, incluso en
el caso extremo cuando tales derechos se revistan con la forma de la propiedad
territorial privada. Y el dominio eminente se define por el derecho a gravar,
regular, supervisar y anular el derecho concedido a los particulares de
acuerdo, desde luego, a las reglas definidas por la legislación de la comunidad
soberana.
Sin
embargo, con el desarrollo internacional del capitalismo y la creciente
importancia de los recursos naturales en el comercio internacional, ni el
capital internacional ni los gobiernos de los países de donde éste proviene
estaban dispuestos a reconocer semejantes derechos soberanos, y particularmente
mucho menos la soberanía impositiva. La política correspondiente era negarlos,
en diferentes grados según la situación existente, y la situación actual es de soberanía
arbitrada.
Concluyendo,
quisiera expresar mi convicción que esta Conferencia de la Unión de Naciones
Suramericanas sobre Recursos Naturales y Desarrollo Integral de la Región
es muy oportuna, y de gran importancia. Pero el hecho fundamental a tomar en
cuenta en la formulación de una política común correspondiente –con la sola
excepción del Brasil– es la soberanía arbitrada, un legado de los últimos
treinta años a la sombra del neoliberalismo globalizador de los recursos
naturales. Frente a este hecho, a mi modo de ver, la respuesta tiene que
consistir en un conjunto de principios comunes en cuanto a lo que es
negociable, y lo que no lo es, y el desarrollo de una legislación
correspondiente a nivel nacional. ‘No’ es muchas veces la mejor respuesta en
las negociaciones, pero también muchas veces es la más difícil; el ‘sí’ debería
basarse en un análisis sólido de la sede institucional de la administración de
los recursos naturales de propiedad pública, si tal sede todavía existe; y si
ya no existe, el punto de partida debería ser su recuperación y reconstrucción.
Bernard
Mommer es
Gobernador de Venezuela ante la Organización de Países Exportadores de Petróleo
(OPEP).
Ponencia
presentada a la conferencia de la UNASUR sobre recursos naturales y
desarrollo integral de la región, Caracas,27 al 30 de mayo de 2013.
Una
versión abreviada de este artículo aparecerá en la edición No. 488 (septiembre
2013) de la revista América Latina en Movimiento de ALAI.
1 Ley Aprobatoria del Convenio
para el Estímulo y Protección Recíproca de las Inversiones entre la República
de Venezuela y el Reino de los Países Bajos, Gaceta Oficial, 6 de agosto de
1993.
2 Ley Aprobatoria del Acuerdo
entre el Gobierno de la República Bolivariana de Venezuela y el Gobierno de la
Federación de Rusia sobre la Promoción y Protección Recíproca de Inversiones,
Gaceta Oficial, 2 de junio de 2009.
Fuente: http://alainet.org/active/67544
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