Verónica Villa Arias
A la gente del campo nos preocupa tener agua,
maíz, frijol y verduras, más que otras cosas. Aunque la cultura moderna nos
quiere meter la idea de que las cosas electrónicas tienen que ser parte de nuestra
vida, eso no es verdad, porque si no tenemos alimentos, pero tenemos celular,
¿de qué nos sirve? Si al celular no le podemos quitar un pedazo para comer. En cambio,
si tenemos nuestro maíz, nuestro frijol, las calabazas, nuestros quelites, eso
sí nos ayuda y nos alimenta, nos ayuda a tener una mejor salud, y con mejor
salud no te preocupas en tener dinero para ir al médico.
Así resume Josefina Santiago la lucha de plazo perpetuo de los
campesinos mexicanos del sur del país, que conservan la infinita diversidad de
semillas nativas de las milpas de subsistencia autónoma. Es una crítica a la
modernidad, a la pérdida de la identidad, de la salud y a la dependencia del
dinero. Si millones de campesinos pueden colocarse con tal firmeza frente a la
realidad es porque conservan las semillas autónomas de sus cultivos vitales.
Semilla nativa de oba (Zea mays), en Orosdub. Foto: Gubiler |
En México, desde 2007 existe una ley de semillas que dirige la
investigación y los apoyos hacia aplicaciones comerciales, da lineamientos políticos
hacia la “competitividad” totalmente ajenos a la lógica campesina y ordena integrar
un “catálogo nacional de variedades vegetales” con alto grado de sofisticación
técnica. Para tener semillas, dice su artículo 34, hay que ser productor
registrado o comprador. Se prohíbe el intercambio y el regalo[1].
A los miles de intercambios libres de semillas autóctonas los somete, según el
capítulo “De la inspección y vigilancia” de su reglamento, decretando que todos
los que se relacionen con la “producción, reproducción, almacenamiento, comercio
y beneficio de semillas” deben permitir la inspección de sus actividades, y entregar
a pedido información específica[2].
En su redacción participaron representantes de las más poderosas trasnacionales
de los negocios agrícolas, que obedecen lineamientos de la International Seed
Federation[3],
organismo creado para garantizar las ganancias de las empresas.
Pese a esta ley, que no ha logrado imponerse porque la persistencia
de la vida campesina no termina por decreto, en México se siembran y cosechan
23 millones de toneladas de maíz. Más de 60% de ese maíz (casi 14 toneladas) proviene
del sur campesino, donde prácticamente toda la tierra es propiedad colectiva y las
semillas son propias. De ese total de maíz campesino, más de siete millones de
toneladas se destinan al consumo de las comunidades, sin pasar por el mercado[4].
Es maíz que se cultiva con frijoles, tomates, calabazas, chiles, chayotes,
amarantos, yerbas curativas, agaves, nopales, cítricos, café, cacao, frutales, tubérculos,
apiáceas, rábanos, cebollas. Y las abejas atestiguan, desde sus cajones, el desenvolvimiento
del ciclo. De la cosecha se convida a los animales y a los santos. Debe alcanzar
también para cocinar en las asambleas y otras importantes ocasiones políticas. Es
decir: la autonomía de miles de comunidades campesinas para planear sus
destinos o enfrentar los problemas es posible por la cosecha de maíces y otros
cultivos propios. Defender las semillas nativas es igual a defender posibilidades
tangibles de una independencia que desafía no sólo al mercado sino al dinero. Y
eso es tremendamente subversivo.
Desde la perspectiva de las corporaciones, el versátil maíz es un
botín industrial. Puede transformarse en combustibles, aceites, endulzantes, forrajes,
textiles, pegamentos, plásticos (o comida). Siempre y cuando se homogenice, se
siembre en monocultivo y se rompa su integridad genética. La agricultura industrial
crea un maíz anti-comunitario: un mero insumo que no podría sobrevivir entre ejotes
y zapallitos, ni mucho menos entre mujeres, niños, ancianos, pollos o abejas. Inundar
con esos maíces “mejores” las comunidades de México es una estrategia de
deshabilitación: junto con el acaparamiento y la privatización de las semillas
nativas se lastima el aplomo para enfrentar la enormidad de los climas, dejan de
entenderse las estrellas, se rompen las conversaciones entre plantas y hu- manos,
se desconfía de la historia propia, se abren abismos insondables entre los
pueblos, los cultivos y las tierras, puede hacerse insostenible la agricultura
ancestral con sus cuidados comunitarios.
Desde la perspectiva de la ganancia todos esos males son inversiones:
es necesario desaparecer la autonomía alimentaria porque así las comunidades se
pueden convertir en meros reservorios de brazos a emplearse en cualquier cosa.
Y sin cultivadores ni cultivos, los territorios quedan abiertos al saqueo y la
expropiación.
Resistencia silenciosa
La defensa de las semillas nativas no es una elección cultural de las comunidades, es la defensa de su futuro.
Casi nunca son movilizaciones masivas. Ocurre en lo profundo de las asambleas y
en la cotidianidad de la parcela, donde sembradores como Josefina recuperan desde
cero la materia orgánica destruida por décadas de la Revolución Verde. Se
afanan en desintoxicar los suelos, afinan la selección de semillas, concilian
los conflictos entre yerbas, insectos y cultivos; renuevan los equilibrios entre
la milpas, comunidades y bosques. Van reaprendiendo a pensar sin los parámetros
de los extensionistas. Van restableciendo la habilidad para derivar el sustento
sin pedir permiso.
Sin estruendo y sin descanso, se redactan estatutos comunitarios
que prohíben las semillas extrañas, la bioprospección, el maíz transgénico. Se
intercambian técnicas pertinentes, se recuperan variedades olvidadas, se pone
en el centro la voz de quienes de antaño cultivan, se analizan las nuevas
leyes, se tejen redes nacionales para alertarse sobre los embates que vienen:
el Estado mexicano decretó en 2014 que la extracción de energía está por encima
de la producción de alimentos[5].
Junto a la defensa de las semillas se bloquea la mina, se defiende el río, se
rechazan los programas de gobierno y las “consultas informadas”, las carreteras
y megaproyectos impuestos. Todo al mismo tiempo, porque la vida no se defiende por
partes.
Entre los embates a que hacen frente cada día los campesinos
mexicanos que cultivan semillas propias, está la posible autorización del maíz
transgénico. Los experimentos y solicitudes de empresas que podrían conducir a
la aprobación de la siembra comercial, tramitados desde 2009, se suspendieron
como medida cautelar en 2013, por la presión de pueblos, comunidades y
enormes sectores de la opinión pública representados en una Demanda Colectiva,
que exige que “se nieguen los permisos de liberación o siembra de maíz
transgénico en todo el país” invocando el derecho a la alimentación y a la
salud y los derechos de los pueblos originarios. A la fecha, esta demanda, que
no ha transitado aún a juicio, ha resistido más de 100 impugnaciones por parte de
las propias autoridades mexicanas encargadas de la agricultura y el medio
ambiente y las empresas trasnacionales más poderosas del agronegocio: Monsanto,
Pioneer, Syngenta y Dow.
La nueva amenaza es el Acuerdo Transpacífico, que obligará a
México a adoptar la implacable legislación supranacional que promueve las
patentes sobre las variedades vegetales, UPOV 91 (Unión para la protección de
las obtenciones vegetales), instrumento diseñado específicamente para
criminalizar las semillas nativas.
Las semillas son nodos de relaciones, cruces de caminos, síntesis
de historias, puntos de partida. Y las de esta época dura de guerra contra la
subsistencia vienen muy fieras. Cada vez en más parcelas se habla de variedades
“que regresaron,” como si desde el fondo de la historia retornaran los héroes
de los pueblos. La producción autónoma de alimentos, más aún, la reproducción
de los pueblos en sus propios términos, se enfrenta a un sistema que está colocando
en el límite de existencia al planeta entero. Una guerra inconcebiblemente desigual
donde los peleadores más pequeños son la única esperanza de un futuro para
todos. No debe olvidarse ni por un momento que ahora mismo, la agricultura
campesina y la agricultura independiente en las ciudades, producen los
alimentos que mantienen en pie a la inmensa mayoría de la humanidad[6].
Eso, porque sigue habiendo semillas nativas.
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Verónica
Villa Arias es integrante del Grupo ETC.
Fuente: En:
Por los caminos de la soberanía alimentaria. América Latina en Movimiento, 512,
abril 2016. ALAI. pp. 9-11
[1]
GRAIN, 2010, “Leyes para acabar con la agricultura independiente,” en https://www.grain.org/es/article/entries/4109-leyes-para-acabar-con-laagricultura-independiente
[2]
Ley federal de producción, certificación y comercio de semillas de México: http://www.diputados.gob.mx/LeyesBiblio/regley/Reg_LFPCCS.pdf
[3] GRAIN,
Op. Cit.
[4] El
Surco, publicación del Centro de Estudios para el Cambio en el Campo Mexicano,
CECCAM, abril de2012, pág. 10.: http://mapserverceccam.org/tfc/Documentos/El_Surco_1.pdf
[5]
Análisis de Luis Hernández Navarro, 17 de junio de 2014, en http://www.jornada.unam.mx/2014/06/17/opinion/015a1pol
[6]
Grupo ETC, 2013: Con el caos climático ¿Quién nos alimentará: la cadena
industrial de producción de alimentos o las redes campesinas? En http://www.etcgroup.org/sites/www.etcgroup.org/files/web_quien_nos_alimentara_con_notas.pdf
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