Estamos
buscando siempre una complejidad, no queremos estar atrapados en una línea
histórica que acaba por ser muy roma, muy chata. Buscamos ir tejiendo todas las
líneas históricas que se van entrelazando. Es a partir del entrelazamiento que
tenemos la posibilidad única de entender lo que está ocurriendo. El mundo es
más y más complejo, más entretejido. Complejidad quiere decir: el entretejido.
No podemos tener una sola narrativa.
Hay
varias narrativas que confluyen para tener un efecto directo sobre cómo nos
alimentamos, qué posibilidad tenemos de alimentarnos, qué posibilidad de ser
independientes, qué posibilidad de defender los territorios de la gente que
produce la comida en primer lugar, y que además son los que desde siempre han
estado en contacto con la naturaleza (de tal modo que nos permiten ver el
horizonte completo de lo que tendría que ser la alimentación, de lo que tendría
que ser la labor creativa de la gente que empezó a producir alimentos y los
producía para sí misma y después los empezó a producir para otros, en las
cercanías de su comunidad). Y eso era soberanía alimentaria sin que pensaran en
el término “soberanía alimentaria”.
Es
decir, no había la necesidad jurídica de establecer una soberanía alimentaria;
era la solución directa: de una serie de necesidades, urgencias y
planteamientos surgía la pertinencia.
Esto se
comenzó a ver hace unos 10 mil años por lo menos en varias partes del mundo.
Aquí en
Mesoamérica hay quienes disputan el encuentro con el maíz. Yo no quiero
llamarle la domesticación que “el hombre” hizo del maíz porque ésa es una
narrativa sesgada. Fue un encuentro de mujeres y hombres con el maíz y el maíz
de alguna manera crio, prohijó, cuidó a los humanos y los humanos criaron,
prohijaron y cuidaron al maíz: una crianza mutua.
También
tenemos que reconocer las dos narrativas diferentes del maíz. En inglés por lo
menos sí se puede distinguir bastante bien entre las dos narrativas. Una es la
del maize, el maíz nativo que conocemos, y el otro que es la del corn (el grano
genérico), esa cosa industrial que de algún modo nos venden como maíz. Esas dos
narrativas son tan diferentes que también hoy pesan. Son dos diferentes
narrativas. Dos líneas históricas que se entrelazan, pero que en realidad son
paralelas a la vez que opuestas totalmente. La saga del maíz industrial
comienza en laboratorios que producen semillas estandarizadas que se activan
mejor sin “competencias” en un monocultivo extensivo saturado de agroquímicos,
deslavando la tierra y estableciendo desiertos verdes. La saga del maíz nativo
tiene que ver con la confianza y el cariño y es la relación de intercambio y
resguardo de semillas ancestrales con las que se va conversando cada vez que
siembra en una conversación colectiva, interminable, de generación en
generación.
Hoy
también pesa la narrativa de lo que fueron las reformas estructurales que
dieron pie a los Tratados de Libre Comercio que desmadejaron, deshojaron,
destrozaron infinidad de tejidos naturales, sociales, políticos, económicos. En
un principio sirvieron de candado para que las reformas estructurales que
arrasaron con la vida en el campo no pudieran moverse y al hacerlo se abrió el
abanico las devastaciones y los despojos que no terminan y que, al contrario,
se recrudecen con días.
En la
corriente contraria de tales narrativas —cual si fueran de otro planeta— el
secretario de agricultura hasta abril pasado Juan Calzada, y ahora los nuevos
personajes que se perfilan como secretario de agricultura, Víctor Villalobos, y
el “vicepresidente” Alfonso Romo, pasan por alto las narrativas anteriores, se
desentienden de la historia de la alimentación humana, del trato con la gente
que produce sus alimentos (y que durante diez mil años ha cuidado nuestra
alimentación), y destinan a esta gente a servir de mano de obra. Mano de obra,
dicen, que va a regresar a los jóvenes al campo cuando en realidad lo que
ocurre es que los hunden en invernaderos a cuarenta y tantos grados llenos de
agroquímicos: trece, catorce horas. Y en esas trece o catorce horas sufren
todas las vejaciones posibles para abaratar lo más que se pueda la producción
de “berries” con la cuales van presumiendo por el mundo entero. Berries y
brócoli, jitomates y pepinos y quien sabe que tantas hortalizas de las cuales
presumen en que somos de los diez principales productores y exportadores.
Lo
extraño es que Juan Calzada nunca profería la palabra “comida”, o “alimentos”.
Siempre dijo: ganamos tanto, produjimos tantas divisas. Estamos orgullosos de
las exportaciones que produjeron tal cantidad de ganancias.
Y lo que
tampoco se menciona nunca son los devastadores efectos de una guerra sostenida
contra la subsistencia de los pueblos que permiten una precariedad como la que
empuja a los jóvenes a ser mano de obra semi-esclava en los invernaderos. En
los “grinjauses”, les dicen ahora.
Tenemos
que ejercer nuestra memoria e intentar abrir nuestras estructuras para
aprehender una epistemología de campo, más que lineal, porque así son los mapas
desde arriba. Un tramado de veredas que de pronto, cuando acercamos el foco y
penetramos uno de tantos senderos, vamos iluminando las tramas y de regreso al
macro hasta enfocar un panorama mucho más denso y a la vez preciso que si vamos
sólo por un caminito, pretendiendo que ese caminito lo refleje todo. Sopesar
así, los hilos, para intentar tejidos imaginantes.
Por qué
es tan fundamental entender la guerra sostenida contra la subsistencia de los
pueblos. La guerra a la subsistencia es la base de la acumulación originaria.
Si no se quiebra la subsistencia de los pueblos no se puede establecer la
acumulación originaria. Pero a la vez, se quiere ocultar esta relación. Cuando
se quiebra la labor creativa que producía alimentos, la gente se vuelve
dependiente de quienes le pongan a trabajar en cualquier circunstancia. la
libertad individual y colectiva quedan apabulladas.
Así,
podemos establecer otras dos narrativas: una que dice que es la agroindustria
quien alimenta al mundo y otra que dice que quienes alimentan al mundo son los
pueblos tan castigados, tan deshabilitados, tan arrinconados, tan prohibidos,
tan despreciados, tan ninguneados, tan invisibilizados.
El Grupo
ETC ha hecho un trabajo muy notable, en “¿Quién nos alimentará ”(http://www.etcgroup.org/es/quien_alimentara), al igual que GRAIN, que ha confrontado esas dos narrativas en “Hambrientos de
tierra”, (www.grain.org/article/entries/4956)
y entre ambos, buscan respuestas a dicha pregunta fundamental: quién alimenta
realmente al mundo.
Cuáles estrategias
son cruciales para que remontemos el futuro hacia un periodo de estabilidad y
certeza no sólo de si comeremos o no, sino de si podemos resolver con nuestros
propios medios lo que más nos importa, y cómo lo lograremos.
Porque
tenemos que responder sobre todo a la lógica de la pertinencia, de la
importancia que puede tener para diversos grupos humanos, para los pueblos
originarios, para comunidades campesinas y también para la comunidad urbana, y
buscar cómo podemos darles la vuelta a las grandes industrias, cómo podemos
frenar al sistema alimentario agroindustrial global.
Este
sistema agroalimentario industrial mundial es responsable de una buena parte de
los gases con efecto invernadero que están provocando los aumentos de
temperatura, pero también los alocamientos del clima. Tal extremamiento es un
caos climático. Y por esto en GRAIN se insiste en que no es un cambio
climático, es un robo del clima, nos están despojando de las condiciones
climáticas que teníamos. Un sistema agroalimentario industrial mundial que
desde el acaparamiento de tierras hasta el supermercado o los restaurantes o
las tiendas que le venden comida a la gente, establece cadenas que, sumadas en
sus efectos, son apabullantes sus repercusiones.
Hoy, un
reciente informe de GRAIN nos alerta de cómo las grandes compañías de carne y
lácteos son las principales responsables de los gases con efecto de invernadero. (“Emisiones imposibles: Cómo están calentando el planeta las grandes
empresas de carne y lácteos” www.grain.org/es/article/entries/6010). Según el informe,
en su conjunto, las cinco principales corporaciones productoras de carne y
lácteos del mundo, son actualmente responsables de un mayor número de emisiones
anuales de gases con efecto de invernadero que Exxon, Shell o BP.
Actualmente,
la ganadería genera más emisiones de gases con efecto de invernadero que todo el
transporte mundial en su conjunto. No se trata del cuidado de animales de
traspatio sino de la enorme industria de la carne y los lácteos, que además no
sólo tiene grupos de presión que defienden sus intereses en los organismos
internacionales sino que no reportan sus emisiones de gases, o las
subrepresentan al no incluir todas las emisiones de toda su cadena de
suministro, todo aquello que va del acaparamiento de tierras y el cambio de uso
del suelo, al momento en que se venden los “alimentos en los supermercados, las
tiendas o los restoranes.
Ese gran
arco que va de un lugar a otro describe todos los procesos nocivos por donde va
golpeando en diferentes lugares suma emisiones de gases con efecto de
invernadero, y devastaciones y despojos de diversa índole. Pensemos en la
devastación de la deforestación, el exilio de la gente que tuvo que ceder sus
tierras, la gran gama de agroquímicos con los que la agroindustria siembra para
producir materias primas para la producción de alimentos procesados o para
alimentar el ganado confinado que estará a disposición para la carne o los
lácteos. Pensemos en el transporte y la dislocación que implica. En el
almacenado, la refrigeración, el empacado, la distribución local y al menudeo,
o su procesamiento y nuevo empacado como productos envasados, enlatados, en
paquetes o frascos.
No
obstante, lo que aquí nos importa, por un momento, es cómo en cada paso también
sufren las potencialidades humanas.
Lo más
crucial es eso. Cómo está golpeando la potencialidad humana: desde cómo
resuelve la gente su alimentación hasta la manera en que la gente se percibe a
sí misma, porque no es lo mismo cómo se percibe un jornalero arrinconado en
esos invernaderos, que cómo ser percibe una campesina o un campesino originario
de alguno de los tantos orgullosos pueblos indígenas que siguen manteniendo
luces muy importantes para el futuro de la humanidad y que atesoran e
intercambian sus semillas y las están procurando.
La diferencia entre uno y otro es del cielo a la tierra. Pese a que desde la
ciudad la gente siempre piense en el campesinado como los jodidos.
Se les
pobretea cuando en realidad —si se lograron zafar de la imagen que les impuso
el extensionismo del sistema— tienen una imagen de sí mismos que entraña mayor
dignidad, mayor claridad de todo lo que está ocurriendo.
Siempre
decimos que desde la milpa se ve el mundo entero por una razón muy tremenda que
es: en la milpa se sienten todos los ataques, todos estos efectos nocivos de
todos estos procesos. La gente los vive, los siente, los ubica y está tratando
de resistir. Ahí se vuelca toda la devastación y el despojo y el desmadramiento
—en el sentido literal de desmadrar, es decir, sacar de madre, sacar de cauce,
desenraizando. Eso que Karl Polanyi llamó la Gran Transformación del Mundo. El
proceso por el cual todo se desenraizó, se desmadró. Hay quien lo describe como
una desincrustación. Los procesos dejaron de girar en torno a una vida
cotidiana en corto y se deshilacharon por el mundo en eso que ahora llamamos
globalización. El vaciamiento del sentido de todo aquello cercano y mutuo, y
que ocurre en la vida cotidiana.
Para
volver a una autonomía real, tendremos que recuperar nuestra soberanía
alimentaria. Dejarnos de someter a los dictados de esa industria que con
violencia rompe las escalas naturales en que ocurren los procesos que nos
importan. Comenzar a reparar cada eslabón de esa avalancha de devastaciones y
despojos.
Pero no
es factible sólo hacer remiendos. Tiene que ser total la reparación. Es decir,
cambiar la narrativa implícita, y como tal el proceso real que conlleva.
Mientras sigamos en estos procesos de muerte, las narrativas sólo podrán ser de
muerte.
Las transformaciones
tendrán que ser radicales y no sólo programitas de autosuficiencia alimentaria
y paquetes de semillas “mejoradas”, o en defensa de un maíz “criollo”, gourmet.
Por lo
pronto, comenzar a hacer memoria de nuestra historia propia de certezas y logros
inmemoriales.
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Por Ramón
Vera -Editor, investigador independiente y acompañante de comunidades para
la defensa de sus territorios, su soberanía alimentaria y autonomía. Forma
parte de equipo Ojarasca y Grain
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