Por Marisa
Pérez Colina
Idioma Español
País Internacional
19 marzo 2019
Anticapitalista,
internacionalista y antirracista, el movimiento feminista se dibuja hoy como la
fuerza social con mayor carga emancipadora.
Más allá del
número de asistentes a la manifestación que convocó (sin éxito) a la España de
los balcones el pasado domingo 10 de febrero, es preciso reconocer el auge de
un movimiento reaccionario de extrema derecha en todo el mundo. Este
crecimiento se refleja en tres aspectos principales: la popularización de sus
discursos y su habilidad para marcar la agenda de otros partidos de derecha
supuestamente más moderada (así como de fuerzas políticas directamente socialdemócratas);
su entrada en las instituciones de la democracia representativa vía aumento del
porcentaje de votos; la creación y/o actualización de órganos de extrema
derecha desde estructuras partidarias a medios de comunicación y think
tanks.
Esta reacción
ultraderechista da cuenta de una respuesta más (o de un resultado más, si se
prefiere) a la crisis civilizatoria en la que andamos inmersas. La posibilidad
de contrarrestarla es, por lo tanto, directamente proporcional a la capacidad
de generar las condiciones para una salida de esta crisis en términos
emancipadores. Desde la provincia europea habitualmente conocida como España,
esto debería traducirse en nuestra capacidad de seguir siendo fieles al
acontecimiento 15M y a su enorme (y aún no resuelto) desafío: la superación de
una política entendida únicamente como representación y el rescate de una
economía secuestrada por las reglas del juego capitalista.
¿Por qué es una
misión titánica esta que nos toca? ¿Porque carecemos de la imaginación y osadía
necesarias en un contexto europeo caracterizado por el envejecimiento de su
población? ¿Porque la extrema atomización de unas sociedades cada vez más
complejas y polarizadas nos incapacita para trazar utopías comunes mínimamente
agregadoras? Para las renuncias siempre cabe hallar límites-excusas
disponibles. Pero no hay obstáculo en el mundo capaz de difuminar las mil
razones y fuerzas que sostienen el empeño diario de seguir impulsando proyectos
políticos de carácter emancipatorio. Y, en este sentido, el movimiento
feminista es, en la actualidad, una escuela de transformación.
Tres de las
potencialidades más productivas del movimiento feminista hoy son, a mi juicio,
su capacidad de diseñar propuestas superadoras del modelo económico
capitalista, su habilidad para tejer vínculos de escala internacional y su
saber hacer en materia de convertir espacios de organización en fábricas de
inclusividad.
Más allá del capitalismo, más
acá de la vida
“La palabra
ʻvidaʼ ha sido víctima del uso abusivo de grupos religiosos y antiabortistas.
Tenemos que reapropiarnos de ella”, escribe la feminista italiana Alisa del Re. Al poner en el centro la
vida, el movimiento feminista impugna el pensamiento económico hegemónico que
es, por el contrario, una suerte de tanatoeconomía. Un sistema económico que
mata. Mata porque es una máquina de depredación de los recursos de todos y
todas en provecho del enriquecimiento de unos pocos. Mata porque sigue
entendiendo la palabra progreso únicamente en términos de avances científicos,
mientras hace oídos sordos a la destrucción del medio ambiente, la explotación
de las personas y la injusta distribución de la riqueza a escala global. Todas
y todos sabemos hoy que el neoliberalismo no solo no garantiza el bien común,
sino que ni siquiera aspira a ello; que es una fábrica de miseria, de
explotación, de guerra, de esclavitud y de muerte. No solo para las vidas
humanas, sino para el ecosistema que las hace posibles.
Y es el
movimiento feminista y, en general, las mujeres, el agente más activo en las
luchas por la tierra, por la soberanía alimentaria, por la vivienda. El
movimiento feminista ha elegido poner en el centro la reproducción y por eso es
el mejor armado para organizarse sumando desde las condiciones materiales de
expropiación compartidas. Su propósito: darles la vuelta, urdiendo y
sosteniendo tramas comunitarias, creando y recreando prácticas cotidianas de
apoyo mutuo.
Destejiendo fronteras,
retejiendo un nuevo internacionalismo
Frente a las
injusticias generadas por la globalización, el desierto imaginativo de las
fuerzas políticas de horizontes únicamente estatistas (ya sean de izquierdas o
de derechas) tiende a producir falsos oasis de salvación: recreaciones de mitos
identitarios de los pueblos, espejismos de revoluciones en un solo país,
autoengaños disfrazados de autarquías redentoras. Y mientras las pulsiones del
miedo, retrógradas y nostálgicas, buscan resucitar viejos fantasmas, el
movimiento feminista continua empecinado en crear y fortalecer vínculos
transfronterizos. Así, desde el #NiUnaMenos lanzado por las argentinas en el
2015, las movilizaciones del 8 de Marzo tratan de organizarse en sintonía
internacional tanto de lemas como de formatos. En el 2017 se convocó a un paro
internacional de mujeres. En el 2018 se llevó a cabo la primera huelga global
feminista a la que se adhirieron más de 170 países. Durante el próximo 8M del
2019 trataremos de redoblar el envite con una nueva huelga capaz de incorporar
más países, más voces, nuevas complicidades.
El viejo internacionalismo
obrero se está recreando en un nuevo internacionalismo feminista que antepone
la cooperación y el afecto político a los estériles egoísmos nacionales
Gracias a su
posibilidad de demoler las fronteras entre Estados pero también de difuminar
los muros entre el espacio público y el privado, a través de nuestro nuevo “cuarto
propio conectado” que dice la
escritora feminista Remedios Zafra, el mundo virtual y las redes sociales
producen, de forma cotidiana y asombrosa, contagios y traducciones
internacionales de campañas, problemas, discursos o acciones originadas en territorios
concretos. Pensemos en el ejemplo del #MeToo, que en España se declinó
rápidamente en #Cuéntalo, o en la velocidad vertiginosa con la que se
extendieron las protestas contra la sentencia a los violadores en el conocido
como juicio de la manada. En este sentido cabría decir que el viejo
internacionalismo obrero se está recreando en un nuevo internacionalismo
feminista que antepone la cooperación y el afecto político a los estériles
egoísmos nacionales. Como cabe leer en el argumentario elaborado por la Comisión 8M de Madrid: “frente al nosotros primero,
el nosotrxs juntxs”.
Desmontando alteridades,
componiendo desde la diversidad
“Las
construcciones mentales generalmente provienen de algún modelo de la realidad y
son una ordenación nueva de las experiencias pasadas. Esta experiencia, al
alcance de los hombres antes de la invención de la esclavitud, era la
subordinación de las mujeres de su propio grupo. La opresión de las mujeres
antecede a la esclavitud y la hace posible”: la antropóloga feminista Gerda
Lerner vincula así en su obra “La creación del patriarcado”, el origen de la
esclavitud (y con ella, de la creación de un “otro” racial justificador de relaciones
de explotación entre pueblos) a la preexistencia de un ejemplo de diferencia
(la asimetría sexual) usada como justificación de una relación de dominio (el
patriarcado).
La exigencia
cada vez más hegemónica, transversal, intergeneracional e internacional de
romper con la relación de dominio de los hombres sobre las mujeres, esto es, el
proyecto político de los feminismos, apuntaría por lo tanto a la deconstrucción
de la relación de subordinación primigenia y modelo de todas las demás. A la
destrucción del patriarcado. Como la historia al revés, si sobre una relación
de dominio se fueron edificando, por imitación, todas las demás, la empresa
política feminista de romper con ella permitiría ir demoliendo, en
consecuencia, todos los demás constructos sociales de explotación y de
opresión, y principalmente, la raza. El feminismo antirracista tiene en su
punto de mira dos alteridades, la de género y la de raza, que son tan
funcionales a la creación y recreación de las relaciones de explotación
capitalistas (desde la división sexual del trabajo a las leyes de extranjería)
que resulta harto difícil imaginar cómo el capitalismo podría sobrevivir a su
destrucción.
Ahora bien, la
lucha contra el patriarcado es una batalla que se despliega en el campo de las
condiciones de vida. En un terreno fundamentalmente material y no psicológico,
ni educativo, ni moral (aunque todo suma). Se trata, en definitiva, de terminar
con la división sexual del trabajo. Esta es, a mi juicio, nuestra tarea
principal. La tarea de una revolución que pretende cambiarlo todo pero pasito a
pasito de reformas puestas a prueba cada día. Una revolución que ya no sueña
con tomar Bastillas o Palacios de invierno, sino con producir y reproducir
infatigablemente los vínculos sociales y las alianzas que nos permitan defender
cada día los recursos necesarios para nuestras vidas (desde el agua al espacio
público, desde la salud a la cultura, desde la vivienda hasta las capacidades y
libertades productivas y reproductivas) de las garras implacables del capitalismo
actual.
Por eso cuando
gritamos apasionadamente “La revolución será feminista o no será”, no nos
referimos a una revolución de mujeres y para mujeres, sino a un proyecto de
transformación propuesto desde los feminismos para toda sociedad, para toda la
humanidad. Por eso sí, el feminismo podría ser, si no la tumba del fascismo, sí
al menos un potente freno frente al avance de las ultraderechas, como bien han
visibilizado las protestas feministas contra Trump, Bolsonaro o la llegada de
Vox al parlamento andaluz en España. ¡Juntxs sí podemos!
Fuente: El Salto Diario
No hay comentarios:
Publicar un comentario