Por Irene García Roces, Marta
Rivera y Marta Soler
Soberanía
alimentaria, agroecología y feminismo son grandes palabras
que asociamos a luchas y proyectos políticos complejos y en construcción, que
podemos sentir cerca o lejos de nuestras vidas cotidianas. Se trata de
propuestas políticas múltiples y diversas, según quién, dónde y cómo las
defina.
Y lo son aún más
cuando se mezclan, así que tendríamos que nombrarlas en plural: las
soberanías alimentarias, las agroecologías y los
feminismos. Son horizontes a los que queremos llegar, que nos aportan
ilusiones y nos regalan también una mirada nueva y crítica, unas gafas de color
rojo, verde y violeta, para comprender y analizar el mundo. También nos
impulsan a la acción (o eso querríamos).
¿Conviven juntas
fácilmente estas tres expresiones? Lo que es seguro es que demasiadas veces
chocan con las crueles realidades que nos atraviesan en el día a día. Aspiramos
a la soberanía alimentaria a través de una agroecología feminista, pero vivimos
rodeadas de agricultura industrializada y alimentación globalizada en un mundo
capitalista y patriarcal, de empleos y vidas precarias, con productos en los
mercados que pueden no ser los más justos ni ecológicos, compras en el súper
más cercano y asequible, y pasando el mínimo tiempo en la cocina porque no nos
da la vida. En estas contradicciones vivimos.
¿LA SOBERANÍA
ALIMENTARIA ES FEMINISTA?
La soberanía
alimentaria nace de La Vía Campesina como propuesta política alternativa a la
globalización agroalimentaria y se formula como el derecho de los pueblos a
decidir y controlar de forma autónoma su alimentación a través de la
agroecología campesina (¡casi na!). La agroecología es una alternativa a la
revolución verde que recupera y actualiza saberes tradicionales, maneja la
biodiversidad con sabiduría y arte, ecologiza la producción de alimentos y la
hace más social. Y es campesina porque gracias al conocimiento y el saber hacer
de quienes cultivan, crían y elaboran alimentos, se genera la autonomía.
No podemos, por
tanto, asumir que la soberanía alimentaria y la agroecología campesina sean ya
en sí mismas feministas.
La justicia
social, tanto para quien produce los alimentos como para quien los consume, ha
estado siempre en el corazón de la soberanía alimentaria. Podríamos pensar, por
tanto, que la igualdad de género está también implícita, por lo que la
soberanía alimentaria y, por extensión, la agroecología campesina son
feministas. Sin embargo, las mujeres de La Vía Campesina necesitaron crear una
asamblea propia dentro de la organización para luchar por su participación y
para conseguir que los temas feministas se asumieran como temas de todas y de
todos. Las desigualdades de género continúan bien arraigadas en el mundo
agroalimentario, en los campos, las familias y las cocinas de todo el mundo. No
podemos, por tanto, asumir que la soberanía alimentaria y la agroecología
campesina sean ya en sí mismas feministas.
EL SESGO PATRIARCAL
DE LA AGROECOLOGÍA Y LA SOBERANÍA ALIMENTARIA
La conquista de
una alimentación agroecológica, soberana y feminista para nuestra vida
cotidiana no va a ser fácil. Corremos el riesgo de construir una soberanía
alimentaria patriarcal porque el patriarcado impregna nuestro mundo y orienta
nuestra forma de vivir. La agroecología es un claro ejemplo de ello.
El enfoque
agroecológico surge en la academia para analizar y transformar la agricultura
industrializada, pero lo hace desde una mirada androcéntrica, ignorando las
cuestiones de género y sustentando su análisis en categorías asexuadas
(agroecosistema, finca, biodiversidad...) o en categorías cargadas de
relaciones desiguales de género que han sido ignoradas (familia, campesinado,
comunidad...). La agroecología idealiza la agricultura familiar, la cultura
campesina de las comunidades rurales y los saberes culinarios sin cuestionarse
las relaciones de género profundamente desiguales que se esconden en las
familias, las comunidades y las cocinas.
Este sesgo
androcéntrico de la agroecológica académica también está presente en su
construcción práctica. Frecuentemente, cuando un técnico o investigador (o
incluso una técnica o investigadora) acude a visitar una finca, busca o acepta
hablar exclusivamente con «el cabeza de familia», las mujeres, en la mayoría de
los casos, son invisibles o consideradas como una «ayuda» y no como sujetos
activos protagonistas de la transición agroecológica. El técnico o la técnica
casi siempre ignora la «división sexual del trabajo» y no se pregunta quién
hace qué, con qué reconocimiento o en qué condiciones ni tiene en cuenta las
opiniones, necesidades y trabajos de las mujeres. Nos alegramos cuando las
mujeres campesinas ganan protagonismo en la agroecología, en la producción o la
comercialización, pero ¿nos preguntamos qué sobrecarga de trabajo sufren para poder
estar en estos lugares? ¿Han conseguido negociar el reparto de tareas
domésticas para no morir en el intento y poder participar en la vida pública y
económica? No en todas las fincas agroecológicas la toma de decisiones incluye
a hombres y mujeres. Y si los mercados agroecológicos se llenan de mujeres
comprando, nos parece normal y no nos preguntamos quién va a decidir los menús
saludables ni quién va a cocinar esas ricas comidas con alimentos frescos que
implican horas de elaboración. En ocasiones, caemos en la contradicción de
querer visibilizar estos trabajos y terminamos ensalzando las responsabilidades
tradicionales femeninas como exclusivamente nuestras sin reclamar cambios y
repartos justos.
UNA AGROECOLOGÍA
QUE GARANTICE UNA VIDA DIGNA DE SER VIVIDA
Hoy es muy
difícil vivir del campo y muchos proyectos agroecológicos fracasan porque
implican mucha precariedad, tanto por la falta de ingresos como por la excesiva
carga de trabajo.
En la mayoría de
los casos, no damos importancia a temas como la viabilidad económica, que en la
práctica significa conseguir diseñar proyectos agroecológicos realistas que
generen remuneración digna y que permitan vivir dignamente trabajando en el
campo. Esta precariedad laboral (la falta de salarios dignos, de cotización, de
derechos laborales, las altas cargas de trabajo...) afecta principalmente a las
mujeres que, además del trabajo remunerado, tienen que asumir los trabajos de
cuidados, también en las iniciativas agroecológicas. Una agroecología feminista
debe cuestionarse cómo construir propuestas agroecológicas viables que
colectivicen los trabajos de cuidados y cómo conseguir ingresos dignos para el
campesinado y también precios asequibles para las personas consumidoras
precarizadas.
Todas estamos
contaminadas por el machismo y reproducimos violencias, relaciones de poder,
papeles... ¿Se saben manejar los conflictos y las emociones en los proyectos
agroecológicos? Las relaciones patriarcales están presentes tanto en el mundo
rural como en el mundo urbano y, por supuesto, también en las iniciativas
agroecológicas. Asumir esto implica asumir también la necesidad de preguntarse
y replantearse constantemente cómo enfrentar esas relaciones y estas violencias
en lo cotidiano de nuestras luchas.
No nos
resistimos a lanzar algunas ideas sobre qué hacer, aunque somos conscientes de
que tanto los diagnósticos como las propuestas de acción y cambio deben ser
construidos colectivamente desde los territorios. Para nosotras, un primer paso
es reconocer, explicitar y afrontar que existe una desvalorización social
generalizada de los trabajos y de los papeles que tradicionalmente hemos
realizado las mujeres tanto en el campo como en las cocinas, en las casas, en
las familias o en las comunidades y en los territorios. Valorar socialmente estos
trabajos debe implicar además el reparto en plano de igualdad, hacerlos
responsabilidad colectiva de toda la sociedad y no exclusivamente de las
mujeres. Esta propuesta implica, por tanto, una democratización del trabajo de
cuidados.
Creemos que un segundo
paso imprescindible es cuestionar las relaciones de poder en la familia y
romper la idealización de la «familia campesina» para poder confrontar y
modificar las relaciones patriarcales dentro de esta institución. Una
transición agroecológica feminista tiene que ir unida a cambios de relaciones y
roles entre hombres y mujeres en los hogares, construyendo nuevas formas de
convivencia. Esto, unido al reparto del trabajo de cuidados, permitiría a su
vez un reparto en los espacios de representación mayoritariamente ocupados por
hombres.
Creemos que un
segundo paso imprescindible es cuestionar las relaciones de poder en la familia
y romper la idealización de la «familia campesina» para poder confrontar y
modificar las relaciones patriarcales dentro de esta institución.
Consideramos que
un tercer paso es trabajar en fortalecer y desarrollar nuestras articulaciones
entre personas y colectivos para poder afrontar la falta de tiempo impuesta por
los ritmos productivistas, tanto para los trabajos de cuidados de hijos o hijas
o de otras personas que lo requieran, como para los trabajos productivos.
Realizar planificaciones conjuntas, colaborar, corresponsabilizarnos o promover
el trabajo colectivo nos puede facilitar el cuidado y la participación en la
vida comunitaria: cocinar, organizar una dieta adaptada a cada estación, estar
en un grupo de consumo o luchar para incorporar alimentos ecológicos en el
comedor de la escuela. También nos puede ayudar a conservar las semillas,
cultivar la huerta o cuidar de los animales, así como hacer conservas sin tener
que aumentar nuestras jornadas laborales ni autoexplotarnos.
Los
ecofeminismos y los feminismos decoloniales están proponiendo redefinir y
reorientar la praxis de la agroecología y la soberanía alimentaria para situar
la comida en el centro de nuestra organización sociopolítica como una parte
esencial de la vida. Ello implica dar centralidad económica y cultural en
nuestra sociedad tanto a los trabajos campesinos en el campo como a los
trabajos domésticos para alimentar valorando que son esenciales para la vida
común, desplazando así la centralidad actual de los mercados. Es esta propuesta
la que creemos que tiene sentido continuar. Para nosotras es este debate
colectivo y radicalmente democrático desde los territorios el que puede hacer
avanzar la recampesinización feminista que necesitamos para la soberanía
alimentaria de los pueblos.
¿DE QUÉ FEMINISMOS
ESTAMOS HABLANDO?
Aunque las
luchas de resistencia y autonomía de las mujeres son atemporales, la
formulación política del feminismo como tal tiene raíces occidentales. Es con
el impulso del liberalismo y el capitalismo en la Revolución francesa, a
finales del siglo xviii, que se formulan derechos individuales y
colectivos en una nueva sociedad de mercado y propiedad privada. El poder
político se denomina democrático con la instauración del derecho al voto y la
representación parlamentaria, pero las mujeres son excluidas de la categoría de
«ciudadanas» y los nuevos derechos se reservan a los hombres. Es en este
momento cuando se explicita el conflicto de género y se pone de manifiesto el
patriarcado que concibe a las mujeres como inferiores y al servicio del hombre.
La dominación de
los hombres sobre las mujeres es la esencia del patriarcado, que se consagra en
la institución familiar y en la «división sexual del trabajo» como instrumento
privilegiado de desigualdad. Mientras el lugar «natural» de las mujeres es el
trabajo doméstico y de cuidados, no remunerado (o mal remunerado), no
visibilizado y no reconocido; el lugar de los hombres es el espacio público
político y de mercado, remunerado, visibilizado y reconocido.
Estos análisis
tienen, sin embargo, un marcado sesgo urbano, industrial y occidental.
Recientemente, la denominada «economía feminista de la ruptura» ha comenzado a
formular propuestas para construir una economía no capitalista orientada por la
«ética del cuidado» para la «sostenibilidad de la vida» (de toda la vida) que
coloque «la vida en el centro» para que las vidas humanas sean «vidas que
merezcan ser vividas» en equilibrio con la naturaleza.
En las décadas
de 1960 y 1970 cobran fuerza las voces de las mujeres afroamericanas para
denunciar que el discurso y las propuestas del feminismo dominante había sido
construidos exclusivamente desde las vivencias de las mujeres blancas
occidentales y en buena parte de las clases medias. Les seguirán las mujeres
racializadas, indígenas y campesinas de todo el mundo que sufren la dominación
colonial generando desde sus vivencias y visiones del mundo, análisis y
propuestas políticas feministas emancipadoras propias.
En este momento
comienza a visibilizarse lo que hoy denominamos «interseccionalidad», que no es
más que el cruce de los ejes de dominación que atraviesan la vida: la clase, la
etnia, el género... También, mujeres de distintos puntos del planeta comienzan
a construir el llamado ecofeminismo, denunciando el sesgo antropocéntrico de la
concepción del mundo occidental y del feminismo dominante que no cuestiona la
apropiación y destrucción de la naturaleza y de la vida no humana que nos
sostiene.
Los
ecofeminismos que se alían con los feminismos poscoloniales y la economía
feminista de la ruptura nos parecen que son los feminismos que alimentan las
agroecologías y las soberanías alimentarias feministas en construcción. Pero es
desde los territorios diversos y desde las vivencias de las mujeres desde donde
construiremos en el hacer, sentir y pensar cotidiano ese «feminismo popular y
campesino» al que aspiran las mujeres de La Vía Campesina.
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