Hermann Bellinghausen*
El resurgimiento de los pueblos originarios del
continente americano es el cambio más importante y de larga duración ocurrido
en las pasadas dos décadas en nuestros países. Hacia 1990 los pueblos empezaron
por hacer ruido en este mundo, después de siglos de silencio (silenciamiento),
persecución, y sobre todo negación por los Estados nacionales. Lo alcanzado por
ellos en tan breve tiempo representa un fenómeno social de grandes
proporciones, una reveladora experiencia política. O mejor aún, la revitalización
civilizatoria que le faltaba al planeta para no morir. Un cambio de paradigma.
Un remozamiento de la utopía. O todo eso y no sólo. Más allá del racismo idiota
de las clases ilustradas al comentar el asunto, siempre en el fondo muertas de
miedo, la influencia de estos pueblos es palpable en la historia nacional
reciente de países como Ecuador y Bolivia, donde los pueblos andinos y
amazónicos han sido determinantes para los cambios ocurridos en ambas naciones,
el fin de las dictaduras y el acotamiento de las políticas neoliberales rapaces
y proyanquis. Defienden los territorios, los recursos, las regiones donde han
sobrevivido por siglos. Son protagonistas nacionales de mil maneras.
También para México, el país con mayor población
indígena en toda América, la huella histórica de sus pueblos originarios cambió
de velocidad y hondura, se puso en el centro del debate nacional y renovó el
lenguaje político. Sin embargo, la remoción de las oligarquías gobernantes no
se ha logrado ni siquiera a nivel simbólico y el despojo depredador ocupa la
primera fila en las prioridades del Estado, sus socios políticos (los
partidos), de inversión (todas esas empresas que da pánico nombrar sobre estas
tierras), mediáticos y militares. Actualmente, la violencia en México contra los
pueblos indígenas no tiene igual en el continente: se les asesina más, se les
desaparece más, se les exilia, tortura, viola, encarcela y despoja más que en
ninguna otra parte.
No podríamos explicarnos la modernidad dolorosa
pero en pie de la Guatemala profunda sin la susurrante resistencia de su
mayoría maya, negada hasta para sí misma.
Ahí tenemos la extraordinaria epopeya mapudungun
de recuperación territorial e histórica en La Araucanía, además de su
inesperada visibilización en un país tan “poco indio” como Argentina. Para
Colombia los pueblos lograron ser, a nivel ético y espiritual, fiel de la
balanza en un país fuera de balance que en el pasado fin de siglo se internó en
el perverso juego de esas guerras-de-poder que nadie puede ganar pero cuyo negocio
consiste en pelearlas, eso es parte del botín; allí los pueblos originarios,
víctimas directas y constantes, alcanzaron una legitimidad concreta donde los
demás actores políticos muestran bien melladas sus legitimidades, si alguna les
queda.
Ante la contundencia sostenida de los zapatistas
en Chiapas, del movimiento indígena ecuatoriano y de la experiencia nacional
boliviana, uno se pregunta si algo así estaba considerado en los planes
imperiales para el futuro. Sin abusar de la palabra “profundo”, estamos ante
movimientos de un calado que rebasa los meros cambios de gobierno, siglas o
adhesiones comerciales. La autenticidad y la claridad de propósitos garantiza
su duración. En 2014 los pueblos indígenas americanos tienen un futuro más
amplio que en, digamos, el año del Señor 1992.
La preocupación del Departamento de Estado de
Washington, los servicios secretos del imperio y de los Estados nacionales ha
sido evidente, aunque sorda. Son una barrera imposible de ignorar contra los
tratados de libre comercio y las anexiones camufladas al imperio. En base a sus
alarmantes diagnósticos de inteligencia, los poderes ejercen sobre los
originarios presiones especiales, prioritarias, reflejadas en las políticas
regionales del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, la
reactivación de la Cuarta Flota del Comando Sur y la expansión sostenida de
Pepsico, Coca-Cola, Nestlé, Monsanto y las iglesias cristianas de matriz
estadunidense, las reformas constitucionales del dichoso “ajuste estructural”
de los neoliberales, así como las múltiples formas de penetración (educativa,
consumista, mediática, territorial, religiosa, cultural, productiva) y de
depredación simple para desintegrar los vínculos comunitarios, la idea misma de
colectividad (comunalidad dicen en Oaxaca) donde reside el verdadero secreto de
la pervivencia de las civilizaciones conquistadas, despojadas y diezmadas por
Europa hace cinco siglos.
Qué tanto sirven las bienintencionadas
declaraciones y proclamas de las Naciones Unidas, la UNESCO y la Organización
Internacional del Trabajo, si los Estados incumplen con descaro acuerdos como
los de San Andrés Sacamch’en o los de paz para Guatemala (que le pregunten a
Gerónimo); cuando sistemáticamente se fermentan intolerancias fratricidas entre
familias y poblados digamos ixiles, o tsotsiles, wayuu, quechuas, triquis,
guaraníes. No vaya siendo que los indios se salgan con la suya en Cuzco,
Oaxaca, El Alto, la comarca ngöbe buglé, el sur del río Bio Bio o las márgenes
del Xingú. Cuando hace más de 20 años los shuar y los kichwa entraron en la
ciudad de Quito con lanzas, arcos y flechas, y cuando el 12 de octubre de 1992
los mayas chiapanecos derribaron en San Cristóbal de las Casas la estatua del
conquistador y genocida Diego de Mazariegos (que nunca más volvió a su
pedestal), lo que parecían escenificaciones de pasajera exaltación en realidad
anunciaban que las mojoneras del calendario estaban cambiando de significado y
de dueños. Los fastos de la corona española y la criolliza continental para el
Quinto Centenario, así como sus partidas especiales para financiar vistosos
eventos “culturales”, fracasaron por completo ante el nada folclórico despertar
de las civilizaciones dormidas (o eso parecían). Nada de que Descubrimiento.
Nada de que Encuentro. Nada que festejar. Nada pudo edulcorar ni blanquear el
crimen histórico.
Apenas dos años después, el primero de enero de
1994, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) se levantó en armas
contra el gobierno mexicano y su estrategia de exterminio, declarando una
decidida guerra contra el olvido. Su “Ya basta” obtuvo resonancia mundial.
Mientras tanto en Ecuador, y pronto Bolivia, quedaba claro que sin los pueblos
originarios en adelante no habría gobernabilidad. En 1996 el Congreso Nacional
Indígena de México resumía: “Nunca más un México sin nosotros”. Lo mismo pudo
decirse en los países mencionados, y no tardaron en revelarse (rebelarse) las
nacionalidades y pueblos de Perú (donde son tan visibles de por sí), Chile,
Colombia, Venezuela, Panamá.
Nada de esto fue espontáneo. En el cambio de
milenio desembocaron largos procesos de maduración política, intelectual y de
revaloración del conocimiento propio. El pensamiento indianista de Fausto
Reynaga, el marxismo indígena de José Carlos Mariátegui, la teología católica
de la liberación en el sureste de México, la crisis del indigenismo integrador
expresada por Guillermo Bonfil, la autonomía pionera en la Mosquitia
nicaragüense al triunfo de la revolución sandinista —cada uno con sus
particularidades, limitaciones y contradicciones— preludiaban algo inédito. Lo
que en términos químicos se llama precipitación. Y que hoy, con tantito que nos
fijemos, podemos ver ante nuestros ojos.
La reivindicación del Buen Vivir de los pueblos
andinos, la práctica del Sumak Kawsai amazónico, el mandar obedeciendo
zapatista, la retórica (o no) de la Pachamama y el apego a la Madre Tierra se
extendieron desde uno u otro de los centenares de pueblos (naciones, tribus)
originarios de América, para irse lejos a encontrar expresiones particulares de
realidades semejantes, en esencia lo mismo. Y lo que era una atomización
infinita para festín de etnólogos y lingüistas taxidermistas adquirió cuerpo
propio, distinto y consistente. Fraterno. La identificación mutua fue
inevitable. Además, los pueblos y sus organizaciones ocuparon espacios clave
del debate y las resistencias en sus países.
La ofensiva de las mega transnacionales y los
intereses del capitalismo global en tierras americanas es hoy formidable, pero
aún podemos decir que no nos han ganado. Los invasores avanzan, pero seguimos
defendiendo la tierra misma, el maíz, la quinua, los río de Guatemala, los
bosques del sur chileno, el desierto de Wirikuta, la reserva de Yasuní, la hoja
de coca, la miel de Campeche, la selva de Bagua Grande, la del oriente
boliviano, las tierras recuperadas en las montañas de Chiapas, los vientos de
Tehuantepec, las aguas del río Yaqui y todos y cada uno de los idiomas de este
universo de pueblos que al fin rompieron los muros del silencio y levantaron la
voz.
Que los mapuche, que los zapotecos y tseltales,
quiché y aymaras estén creando nuevas literaturas, fundando escrituras modernas
con lenguas milenarias que la letra apenas había conocido, es tan sólo un signo
más de vida de este despertar casi telúrico de los pueblos americanos. Como si
el hip hop, el blues, el muralismo o la cinematografía les pudieran ser ajenos.
Un despertar notable, si se toma en cuenta que llevan en contra todas las
proyecciones econométricas: condición socioeconómica, índices de salud,
educación y etcétera, densidad demográfica, dudosa capacidad de integración a
los mercados, la producción agrícola industrial y las nuevas tecnologías. O
bien se arguyen su aislamiento, o la presunta inviabilidad de los saberes
ancestrales, y peor aún, de sus idiomas que como en los viejos versos de Rubén
Darío están amenazados por las avalanchas del inglés, y que ya desde la llegada
de los misioneros sufren el yugo del castellano y el portugués en la palabra de
Dios y las leyes de los gobiernos. Al norte, el inglés y el francés pusieron su
parte, no menos brutal.
Sin embargo, los pueblos se mueven. Los grandes
desafíos en nuestros países pasan afortunadamente por la experiencia y las
resistencias indígenas que plantan la cara y proporcionan rotundos argumentos
contra el extractivismo brutal, los ríos desfigurados en aras de la energía,
las soberanías nacionales amenazadas o en bancarrota, la corrupción y el
racismo, la ola transgénica que crece y abruma nuestros territorios como esas
manchas negras en las películas animadas de Hayao Miyazaki.
Por regionales y circunscritas que parezcan, la
autonomía zapatista en Chiapas, los autogobiernos en las selvas de Sarayaku,
los bosques ngöbe del noroeste panameño y el recobrado territorio boreal de los
inuit, son procesos que hablan con el ejemplo de la esperanza en acción. En
tiempos de comunicación líquida e instantánea, tripulan con naturalidad las
naves de la Internet y las redes, donde sus planteamientos y batallas son
conocidos universalmente en “tiempo real”. Bueno, para ellos todo tiempo es y
ha sido real.
Apenas este 24 de abril, el subcomandante
insurgente Moisés del EZLN preguntaba: “¿Quién dice que no se puede?”, con una
voz que no viene del pasado como quisieran sus detractores en el poder, sino
del futuro.
Abril de 2014
* Hermann Bellinghausen es narrador, poeta,
reportero, cronista y editor. Es director de la revista Ojarasca, con casi 25
años de presencia visiblizando a las comunidades indigenas del continente. Es
también parte del consejo de redacción de la revista barrial Desinformémonos y
socio fundador del periódico La Jornada. Ecoportal.net
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Fuente: En:
Biodiversidad sustento y culturas, No. 80. Abril 2014. pp. 3-6
GRAIN es una pequeña organización internacional que trabaja apoyando a campesinos y a movimientos sociales en sus luchas por lograr sistemas alimentarios basados en la biodiversidad y controlados comunitariamente.
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