Colectivo por la
Autonomía, Grupo ETC, GRAIN[1]
La devastación del
monocultivo. El Chaco, Paraguay. Foto: Henry Picado
|
Intentamos argumentar cómo
es que las empresas directamente beneficiadas por actos de gobierno de los Estados,
por sus políticas públicas, sus reformas constitucionales y sus legislaciones
apalancandas con “tratados de libre comercio y cooperación” (y sus normas,
estándares y reglamentaciones), han destruido las condiciones para que la gente
gestione su entorno material y subjetivo; para que resuelva la subsistencia
mediante sus propios medios individuales y colectivos,
con creatividad e ingenio
propio.
Decimos que esto acarrea
una fragmentación comunitaria, la erosión de las relaciones; la invasión, la
devastación, el despojo y el acaparamiento de los territorios, la expulsión de
personas y su sumisión extrema en trabajos esclavizantes e indignos. Esta
destrucción comunitaria y territorial empeora diario. Y quienes pagamos las consecuencias
somos quienes históricamente hemos cuidado nuestros lugares. Unos cuantos
lucran con el desastre. Mientras más nos afectan,
menos podemos cuidar
nuestro lugar.
Las capas de deterioro se
suman hasta que nuestros territorios se ven reducidos a esqueletos informes y
se convierten en barriadas inhóspitas de ciudades que crecen. Los procesos
industriales que nos enajenan, violentan la escala de los procesos naturales y
sociales interviniendo los entornos —de lo más físico y “ambiental” como la
deforestación, la perforación, la extracción, la manipulación del suelo y el
agua—, hasta los ámbitos más vitales e íntimos de los individuos, incluido el chantaje
con programas que nos destruyen aunque siempre nos insistan que son las soluciones
únicas a
los problemas que nos
aquejan.
Para mostrar el contexto lo
más completo posible, hemos abierto y flexibilizado nuestras definiciones:
desde lo más íntimo —como el cuerpo de las madres y sus hijos—, pasando por el
ejercicio del espacio público compartido como la movilidad en las urbes, hasta
el corazón tangible de comunidades y pueblos en sus espacios vitales donde las claves
son la tierra, el agua, el bosque, las semillas, los saberes y el mismo
lenguaje. Toda esta destrucción hace imposible resolver por medios propios el
sustento y cuidado de la vida individual y colectiva —y su transformación hacia
un futuro abierto, justo y
digno.
1
Qué
despojo más brutal puede haber que el que arranca la vida de alguien y la tira
a la basura. La famosa acumulación originaria fue el despojo de la tierra —pero
a la vuelta de la historia la gente fue despojada de los frutos de sus
esfuerzos, fue exprimida en su fuerza laboral y hoy el acaparamiento de miles
de ámbitos de lo humano es continuo e imparable. Además, la tierra no es una
cosa, siempre entraña relaciones complejas.
Con los siglos, las
corporaciones (reforzadas por las políticas neoliberales y dotadas de
instrumentos gubernamentales de maniobra, como los tratados de libre comercio
que legalizan y potencian estas políticas y las tornan inamovibles), han
intentado arrancarnos de nuestras fuentes de subsistencia —de la tierra, el agua,
los bosques, las semillas—, es decir, de nuestro territorio. Nos erosionan y nos
arrebatan los medios de subsistencia (nuestras estrategias y saberes) con los que
las comunidades logramos por siglos buscar y defender nuestro centro de referencia,
nuestra vida, nuestra historia, la justicia y nuestro destino como comunidades y
pueblos. La embestida corporativa y gubernamental ha logrado durante periodos
impedir y criminalizar justo el núcleo de los cuidados ancestrales que las comunidades
atesoramos en aras de ser independientes y autónomas.
Las
corporaciones tienen desatada una invasión perpetua de los territorios y buscan
someternos con sus modelos autoritarios de producción y distribución, pretendiendo
expresamente impedirnos el ejercicio de una producción independiente de
alimentos, el cuidado y aprovechamiento (a nuestro modo) de nuestros lugares de
origen y de nuestra vida comunitaria —y eso destruye el significado de nuestro
espacio compartido, de nuestros lugares de origen.
Como afirma Ivan Illich y nos
recuerda Jean Robert, “la era moderna es una guerra sin tregua que desde hace
cinco siglos se lleva a cabo para destruir las condiciones del entorno de la
subsistencia y remplazarlas por mercancías producidas en el marco del nuevo
Estado-nación. A lo largo de esta guerra, las culturas populares y sus áreas de
subsistencia —los dominios vernáculos— [los territorios] fueron devastados en
todos los niveles”.[2]
La gente migra (en busca de una
vida en otra parte), porque perdió sentido lo que lograba en su lugar de
origen. Y el poder lucra con esa fragilidad impuesta a los expulsados. La gente
que es expulsada engrosa el ejército de obreros precarizados, aumenta la
población urbana —lo que expande la superficie de las ciudades con sus
problemas—, mientras los territorios son invadidos para servir a la agroindustria,
el extractivismo (sobre todo la minería), la especulación inmobiliaria y
financiera, la bioprospección, la economía verde, el desarrollo turístico, la
economía criminal o el destino de los desechos tóxicos. La devastación extrema resultante
es la suma de las crisis que esto desencadena.
2
Éste
es el agravio principal: reclamamos que las condiciones impuestas entre el
Estado y las corporaciones nos impiden resolver por nosotros mismos lo que nos
atañe fundamentalmente: nuestro sustento, y todo lo que nos da sentido personal
y común. Nos impiden defender eso que reivindicamos como territorio: el entorno
vital para recrear y transformar nuestra existencia: ese espacio al que le
damos pleno significado con nuestros saberes compartidos. Sin esos saberes,
como dicen bien los viejos de las comunidades, los territorios no serían sino
sitios, serían paisaje nomás.
El ataque entonces es que nos
quieren impedir la relación con nuestra historia de entendimiento cercano con
un espacio, con nuestras tierras, con el agua, con el bosque, con nuestras
semillas, con nuestros modos de nacer y parir y cuidar el nacimiento, con
nuestras formas de cultivo, con nuestros modos de curación, con nuestro
entendimiento de la alimentación, con nuestras formas de trasladarnos y convivir
en comunidad.
Es un ataque integral contra
nuestras relaciones y nuestra vida entera. Debería ser tipificado como un
delito de lesa humanidad, pues el despojo no es sólo total en un momento
determinado, sino acumulativo en tiempo, y en ocasiones es, incluso,
irreversible. Es un delito que crece en la historia propia de los pueblos y las
regiones. No hablamos de actos aislados, ni azarosos. Son acciones
sistemáticas, perpetradas con conocimiento previo, y en los que median la
corrupción, el tráfico de influencias, la omisión y el desvío de poder: que el
Estado privilegie los intereses corporativos mientras obstruye los canales
legales por los que la gente podría buscar y tal vez lograr la justicia.
Hay
mucha gente a la que se le ha impuesto una devastación extrema. El círculo
vicioso de su condición es rotundo. Fragilizar en extremo a la gente la hunde
en la escasez y la necesidad. A muchos no parece quedarles otra que aceptar las
condiciones de trabajo, vivienda y explotación que las empresas imponen. La
relación creativa entre la gente y su territorio —que implica cuidados detallados
para producir los alimentos— se trastoca en trabajo asalariado en condiciones de
sumisión semi-esclavizada para conseguir dinero con el cual comprar alimento
para tener fuerzas suficientes para mantener su trabajo y ganar dinero para
conseguir comida, y así al infinito.
Otros más pueden terminar
trabajando una tierra rentada, que antes tal vez era suya. Tal vez en realidad
lo que la gente pide en renta es su posibilidad de trabajar. Dejar de producir
los propios alimentos, dejar de gestionar con medios propios nuestro entorno de
subsistencia, ha ocasionado a lo largo de la historia catástrofes tremendas en
todas aquellas poblaciones que no han podido impedirlo. La guerra contra la
subsistencia impone dependencia, ignorancia y olvido, sumisión, fragmentación,
encono, privatización y desarraigo.
Dependencia porque para que el sojuzgamiento sea eficaz,
requiere grados de precariedad y fragilidad nunca antes vistos. Hoy incluso
toda la actividad de las empresas semeja un nuevo feudalismo (con la agricultura
por contrato, los paquetes tecnológicos y las semillas de patente). Todo está
preparado para promover el imperio de las corporaciones erradicando la
agricultura independiente.
Ignorancia
y olvido porque a lo largo de siglos se
siguen erosionando expresamente los saberes y la confianza de las comunidades
en nuestra memoria. La misma memoria de haber tenido una relación creativa con
el entorno puede desaparecer, pues se promueve el olvido de que la gente
podemos apelar a nuestros propios mecanismos de sustentabilidad. Entonces no
parece quedarnos otra que trabajar para otros, y no podemos sino apelar a un
pensamiento industrializado, con remiendos ajenos, de supuestos expertos o de
quienes detentan el poder. Existe un ataque contra los cuidados propios y
contra la integridad moral de las comunidades.
El ataque se vuelca contra la
cosmovisión, cual si fuera meramente una superstición o un conjunto de rituales
vacíos, cuando que todas las razones que hoy se invocan como “culturalistas”
(el maíz es nuestra madre, nuestra hermana o hija, por ejemplo) son
demostración de la relevancia y pertinencia de un ser como el maíz (por
ejemplo) y de la trascendencia de todos los cuidados y estrategias antiguas que
le resultaron a los pueblos por milenios.
Sumisión, porque a quienes trabajan en esclavitud o en un
trabajo asalariado, se les dificulta romper el círculo y sólo buscan
condiciones menos graves.
Fragmentación
y encono, porque la gente precarizada
es propensa a desconocer a sus vecinos, amigos y hasta a su familia traicionando
en ocasiones su sentido más profundo de ética y respeto. Envileciéndose al
punto de perpetrar actos de violencia innombrables. En su versión cotidiana y
leve, la gente se vuelve propensa a aceptar los programas de gobierno, programas
que, de nuevo, promueven divisionismo, dependencia y sumisión.
Privatización
y más fragmentaciones, porque la gente se ve
impedida de ejercer los ámbitos comunes (incluso al punto de la
criminalización, como ahora con las semillas). Todo se privatiza: de las
fuentes de agua a la educación y la religión, pasando por los espacios públicos
en las ciudades, o la velocidad de circulación permitida. Las madres son
condenadas a parir en condiciones ajenas, impuestas, cuya artificialidad
fragmenta la relación estrecha con sus recién nacidos en el amamantamiento, y
se ven obligadas a recurrir a la alimentación nociva de las leches en polvo.
Todo esto nos termina dislocando de nuestro entorno inmediato. Las parteras
tradicionales son marginadas, su oficio perseguido, y en varias entidades de
México, por lo menos, existe ya la negativa a entregar certificados de nacimiento,
papel indispensable para elaborar un acta de nacimiento que otorga todo un
futuro de ciudadanía, si el niño o la niña no nacieron en una clínica.
Desarraigo, porque las corporaciones requieren que haya
personas fuera de los límites naturales de su entorno y su casa: gente fuera de
su hogar, es decir, de su territorio. No importa si se les expulsa o simplemente
se les extrema al punto de irse para engrosar el ejército de obreros
precarizados. Esto recrudece las condiciones generales del empleo, el salario y
la justicia laboral en su región. Se recrudecen las condiciones de la ciudad o
el poblado al que migra. La urbanización salvaje se vuelve extrema.
3
Las
nuevas generaciones son producto del desarraigo y el despojo. Y son un eslabón
frágil a punto de romperse. Los adultos y ancianos encargados de transmitir todos
los saberes y valores que sustentaban las culturas propias son atacados y
devaluados. Los valores que se promueven sólo se pueden alcanzar en el consumo
excesivo y escindidos de los centros de origen de nuestra creatividad. Las
referencias de los jóvenes carecen historia y perspectiva suficientes para la
comprensión del espacio donde vivimos. O se nos criminaliza en nuestro intento
de cambio o se nos empuja a las filas de la delincuencia como modo concreto de
evadir las condicionantes mencionadas. Esta compleja situación de los jóvenes
es un ataque directo a la continuidad de un pueblo, a su derecho a existir.
Expulsar
a la gente de sus territorios logra que éstos se queden vacíos; que la gente ya
no esté en el lugar donde nació para que no haya vínculos, para que la historia
también se fragmente. Que el futuro sea un “adónde sea” (el ser obreros en
algún lugar), que ya no seamos la gente que desde su propio centro cuidó el
mundo mediante todo lo que era la agricultura, la ganadería, la caza, la pesca,
la recolección. Lo que quieren es que nos quitemos de los lugares que,
casualmente, son los más ricos en recursos y biodiversidad, justamente porque
las comunidades los han cuidado por milenios.
Dejar vacíos los territorios
permite la invasión de los mismos con proyectos de minería, petróleo,
agrocombustibles, presas, carreteras, casas, ciudades, fábricas, enclaves
turísticos, reservas de la biósfera, proyectos REDD, tiraderos de basura y desechos
tóxicos. Los dejan vacíos y nosotros no tendremos ya nada qué ver. Desde fuera
seremos unos más y que no seremos quien reivindique el lugar dónde nació. Les
molesta muchísimo que haya comunidades campesinas y comunidades indígenas que
desde milenios reivindican su propia manera. Entonces, nos escinden, nos separan,
nos arrancan del centro, de todo lo que siempre supimos que es importante. Nos
roban las maneras de cuidar y les cambian el sentido.
Un último agravio que se
desprende de los anteriores es que si la gente se ve impedida de producir sus
alimentos, si la gente es forzada a la dependencia, si la gente tiene que ganar
dinero para comprar la comida, entonces las corporaciones nos podrán imponer
todo el tramado de la vida: alimentos, formas de relación, rearticulación del
espacio, de vivienda, de tránsito y circulación, y formas de sujeción e
imposición inaceptables. Nadie podrá ser libre si no controla, en alguna medida,
la forma de producir los alimentos y distribuirlos.
4
Las nuevas generaciones son producto del desarraigo y el
despojo. Y son un eslabón frágil a punto de romperse. Los adultos y ancianos encargados
de transmitir todos los saberes y valores que sustentaban las culturas propias
son atacados y devaluados. Los valores que se promueven sólo se pueden
alcanzar en el consumo excesivo y escindidos de los centros de origen de
nuestra creatividad. Las referencias de los jóvenes carecen historia y
perspectiva suficientes para la comprensión del espacio donde vivimos. O se
nos criminaliza en nuestro intento de cambio o se nos empuja a las filas de
la delincuencia como modo concreto de evadir las condicionantes mencionadas.
|
Esta
visión se deriva de aquella que compartimos desde el primer esbozo de nuestra
denuncia general donde planteamos cinco tesis que para nosotros siguen siendo
válidas.
La primera es que al momento
del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, TLCAN, el Estado mexicano
profundizó el desmantelamiento jurídico de leyes que promovían derechos
colectivos y protegían ámbitos comunes, en particular los territorios, de los
pueblos indígenas y campesinos, sus tierras, aguas, montañas, y bosques.
Recrudeció el desmantelamiento de muchos programas, proyectos y políticas
públicas que apoyaban la actividad agrícola, en detrimento de los pequeños y
medianos agricultores mexicanos y en beneficio de la agricultura industrial
estadounidense de las corporaciones.
La segunda tesis es que las corporaciones
no descansarán hasta erradicar la producción independiente de alimentos, al
punto de proponer el despojo, la erosión y la criminalización de una de las
estrategias más antiguas de la humanidad, que es el resguardo y el intercambio
libre de semillas nativas ancestrales; propugnan atentar contra los saberes
propios de la agricultura tradicional campesina y agroecológica, y promover sus
semillas de laboratorio (híbridos, transgénicos y más), mediante leyes expresas
que le abren espacio a las grandes corporaciones para lograr sus fines. Los dos
ejemplos más contundentes son la Ley de Bioseguridad de Organismos Genéticamente Modificados, o “Ley Monsanto” y la Ley Federal de Producción, Certificación y
Comercio de Semillas.
Una tercera tesis es que parte
de esta devastación son los transgénicos para inevitablemente contaminar las 62
razas y las miles de variedades que existen en México, centro de origen del maíz.
Los regímenes de propiedad intelectual y los registros y certificaciones
terminarán despojando de su diversidad a las semillas nativas. Esto atenta directamente
contra las fuentes de subsistencia.
La cuarta tesis es central a la
argumentación que presentamos: atentar contra los sistemas de agricultura
campesina ancestral y sus variantes agroecológicas modernas, atentar contra
bienes comunes tan cruciales como las semillas nativas campesinas, devasta la
vida en el campo y debilita las comunidades, agudiza la emigración y la
urbanización salvaje, favorece la invasión de los territorios campesinos e
indígenas para megaproyectos, explotación minera, privatización de agua,
monocultivos, deforestación y apropiación de territorios en programas de mercantilización
de la naturaleza, como REDD y servicios ambientales y proyectos de “economía
verde” y más.
Una quinta tesis es que todo el
sistema que está en el fondo de este desmantelamiento jurídico, de este intento
por erradicar la producción independiente de alimentos y por monopolizar la
rentabilidad de un cultivo tan versátil como el maíz —eliminando así toda la
gama de sembradores que no sean corporaciones, desde pueblos indígenas hasta
agricultores de mediana o pequeña escala—; todo el sistema que está en el fondo
de los encarecimientos desmedidos en los precios de los alimentos y de la
crisis alimentaria generalizada, es responsable de una buena parte de la crisis
climática.
Según datos de GRAIN y del
Grupo ETC, la paradoja es que las comunidades en el mundo entero, con menos del
30 por ciento de la tierra agrícola, siguen produciendo un 70 por ciento de la
comida que alimenta la humanidad. El sistema agroalimentario nos quiere
promocionar el 30 por ciento restante como “la totalidad” y cacarea que alimenta
al mundo con su basura. Quedar en sus manos, tragándonos el cuento de que ellos
nos alimentan, provocará devastaciones, mayor fragmentación y una sumisión
planetaria inaceptable. §
Fuente:
En: Leyes, políticas y economía verde al servicio del despojo de los pueblos.
Alianza Biodiversidad, el Movimiento Mundial por los Bosques Tropicales (WRM) y
Amigos de la Tierra América Latina y El Caribe (ATALC). 2014 pp. 3-9
[1]
Este es un documento de
contexto para caracterizar los objetivos de una preaudiencia que vinculó, a
finales de junio de 2013, en San Isidro Jalisco, México, por lo menos dos de
los siete procesos abiertos en México ante el Tribunal Permanente de los
Pueblos (TPP) en el Capítulo México. El Capítulo México
del TPP busca valorar los efectos nocivos del libre
comercio y sus tratados en la desfiguración del sistema jurídico mexicano y la
violencia desatada contra los pueblos por el desvío de poder resultante. Esta
preaudiencia, titulada justamente Territorialidad, subsistencia y vida digna,
intentó caracterizar la violencia contra el maíz, la soberanía alimentaria y la
autonomía, e intento tender vínculos con la devastación ambiental y las
lastimaduras a la vida digna que conlleva atentar contra los territorios y la
subsistencia. Con este acercamiento detallado en la territorialidad, intentamos
articular los argumentos en torno a la contaminación transgénica del maíz, a
los procesos de colisión entre el campo y la ciudad, a los procesos de despojo
y envenenamiento con minería, basureros, urbanización salvaje, fragmentación
del espacio con carreteras y otras más que permitan sistematizar un panorama
fiel de lo que ocurre en este proceso de violencia, y de transgresión de los
derechos de la población, recrudecido por los tratados de libre comercio y sus
secuelas.
[2]
Jean Robert, “Crisis
económica y territorialidad”, manuscrito sin publicar
No hay comentarios:
Publicar un comentario